La imagen que se tiene de lo valenciano son la traca y la paella. Y la música. Hace poco se intentaba fijar las materias básicas para dotar a la paella de denominación de origen. También andan ahora delimitando la edad a la que una criatura puede ser levantada a hombros por su padre después de disparar una mascletà a los pies del paseante en los días de Fallas. El tercer vértice de valencianía aparece revuelto estos días, muy revuelto. La música es en muchos pueblos una manera de vivir, de reservar en la memoria un sitio digno al orgullo de sus antepasados, de sentir a la vez el runrún del corazón y la herencia insobornable de una vocación artística que viene de muy lejos.

La mitad de los músicos españoles es de nuestra tierra. Y esa misma proporción es la que testifica la abrumadora mayoría de estudiantes de música que pueblan las escuelas valencianas de educandos entre todas las de España. Más datos: casi el cincuenta por ciento de las bandas de música de todo el Estado son valencianas. En todos los pueblos la música forma parte de la cotidianidad. Por muy insignificante que sea en el mapa, es difícil encontrar un pueblo donde no haya cuatro críos aprendiendo solfeo y verlos llenos de orgullo cargar con su instrumento para ser músicos cuanto antes mejor. Y no para ser músicos de una gran banda u orquesta de fama internacional —que a lo mejor también—, sino para disfrutar tocando con sus amigos en la banda del pueblo.

Pero eso no es gratis. Se necesitan unas instalaciones, un profesorado, unos instrumentos que hagan posible la encomiable tarea que llevan a cabo las agrupaciones musicales. Y aún así sería casi imposible que esa tarea se cumpliera a la perfección si no fuera por el papel que juegan las familias en su itinerario. El esfuerzo de llevar y traer a los críos y crías a la escuela de música, el gozo de divertirse con ellos cuando el clarinete suena bien o la caricia comprensiva en el pelo cuando ese mismo clarinete suena como una chicharra en el ensayo de antes de la cena.

Digo todo esto porque el panorama valenciano de la música anda revuelto desde hace tiempo. La Generalitat Valenciana ha recortado el dinero que ayudaba y mucho a la supervivencia de las asociaciones musicales. Y en ese recorte las grandes perjudicadas han sido las escuelas de educandos. Más de la mitad del presupuesto destinado a esas escuelas ha desaparecido. Los cuatro millones y medio de euros del año pasado pasarán en este 2010 a los dos millones. O sea, que de las doscientas ochenta escuelas valencianas de música cerrarán setenta. Y de los casi tres mil profesores, más de dos mil se irán a la calle. Ése es el paisaje último de la música en nuestros pueblos, desde los más grandes a los más pequeños.

Al mismo tiempo en que Font de Mora se luce provocando la ruina de las sociedades musicales, el Ayuntamiento de Valencia monta la cita musical de julio con unas medidas que han provocado la renuncia a participar en el certamen de las seis referencias musicales más internacionales: las bandas de música de Cullera, Buñol y Llíria. El motivo aducido por el consistorio presidido por Rita Barberá es el de la crisis. La crisis está sirviendo para un roto y para un descosido.

Mientras tanto, en el lado de los ricos, la cosa cambia de la cabeza a los pies. Entre poderío político y lentejuelas musicales, la Reina inauguraba esta semana el flamante Conservatorio Superior de Música de Valencia Joaquín Rodrigo. O sea: casi catorce millones de euros de una tacada. La biblia en verso. A la Reina casi le da un soponcio de tanto lujo musical. Los responsables del acontecimiento comentaban que la obra es un motivo de orgullo para los valencianos y sin duda la mejor de Europa. Faltaría más que no fuera la mejor de Europa. No sé si a esos mismos responsables se les hinchará el pecho de la misma manera cuando vean la ruina musical que se tiende a las afueras del nuevo conservatorio estratosférico. No sé si se les hinchará el pecho. No lo sé.