Con el verano queriendo romper a todo trance, pero sin acabar de lograrlo, mientras trepo entre el verdor de la montaña oigo al mirlo, e intento descifrar en su canto un argumento, un mensaje, algo que pretenda decir, aunque los límites de su fonación no le dejen articularlo, hasta que caigo en el secreto de su canto, y de todo canto, que es no saber. La pasión por colonizar de la humanidad al animal (amén de someterlo, matarlo, comerlo, reproducirlo) nos lleva a esos dislates, a imaginar que quieren decir algo apto para nuestra traducción, aunque sea remota, si capaces fuéramos de descifrar su código, cuando en realidad todo ser tiene una expresión adecuada a sus neuronas, y el chisporroteo de aquélla se ajusta al de éstas. Al caer en esta obviedad, la inmensa alegría y tristeza del canto del mirlo revela que la pura belleza, exenta de argumento, ha dejado de estar a nuestro alcance.