Mañana 1 de julio entra en vigor el incremento de los tipos impositivos del IVA introducido por la Ley de Presupuestos Generales para el Estado para el 2010 (del 16 al 18% el tipo general y del 7 al 8% el reducido). Cito textualmente el preámbulo de la norma: «Su fin no es tanto la suficiencia recaudatoria a corto plazo cuanto garantizar la sostenibilidad de las finanzas públicas a medio y largo plazo». Juzguen ustedes, pero mi impresión es que el incremento previsto de la recaudación de este tributo está más que amortizado: cobertura del déficit. No obstante, los bienes o servicios a los que resulte de aplicación el tipo general, por ejemplo, ir al cine, se encarecen un 1,72%, y a los que resulte de aplicación el tipo reducido, por ejemplo, tomar un café, se encarecen un 0,93 %.

Y se encarece para todos los consumidores por igual, ya que el IVA no discrimina entre diferentes volúmenes de renta. Es un tributo presente en todas las fases de la cadena de producción, que se va incorporando al valor añadido obtenido en cada fase, pero cuya carga fiscal la soporta el consumidor final, con independencia de la renta disponible de cada uno para dedicar al consumo. Así es, de una manera muy simple, como está configurado el tributo, y cuestión diferente es cómo se pretende transformar la naturaleza del mismo para defender el incremento de tipos. Así, la ministra de Economía, Elena Salgado, ya afirmó que «la subida no se trasladará íntegramente al consumidor-contribuyente», haciéndose eco de las decisiones adoptadas por determinados operadores en el mercado que han decidido asumir dicho incremento contra sus propios márgenes y no trasladarlos al consumidor final. Es decir, traducir el incremento de tipos en la no alteración de precios, de modo que el consumidor final, que es aquel que, técnicamente, debe soportar este impuesto, no soporte nada.

Con este proceder, son los beneficios empresariales los que merman como consecuencia de la contracción de los márgenes: a mismo precio final y a mayor tipo impositivo, menor base imponible y, por ende, la disminución de la recaudación derivada de los impuestos que las gravan, ya estén sujetas al Impuesto sobre Sociedades como al Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas. Y yo me pregunto: ¿esta reacción del mercado tiende a «garantizar la sostenibilidad de las finanzas públicas a medio y largo plazo»? Dicho de otro modo, ¿piensan ustedes que cuando el Ejecutivo nos trasladó la predicción del incremento de la recaudación por el IVA ya tenía un conocimiento exacto de las empresas que iban a bajar sus precios y asumir el incremento de los tipos?

Y no es cuestión de criticar la reacción del mercado, ni que sea censurable una política tendente a no incrementar el precio final para conservar las cifras actuales de consumo. Lo que resulta paradójico es que el propio poder ejecutivo, precursor de la medida, defienda su bondad basándose en que su efecto no se trasladará íntegramente al consumidor final. En definitiva, ello equivale a defender justo lo contrario que sucede cuando se modifica un tributo como el IVA, un impuesto de comportamiento neutro para todos los operadores que intervienen en el mercado a excepción del que resulta ser consumidor final.