Las diatribas sobre el aborto que descargan los obispos católicos cada vez que se liberaliza su regulación tienen mucho más que ver con castigar a las mujeres que con proteger a los nonatos. Si al poder eclesiástico le interesara de verdad la vida humana empeñaría su palabra, su energía y, por qué no, su dinero en evitar la muerte de esos siete millones de niños, víctimas cada año de las infecciones, el hambre, la pobreza, en suma. La condena del aborto va dirigida, en mi opinión, contra la mujer. Se trata de criminalizar la posibilidad que hoy tienen las mujeres, y que siempre han tenido los hombres, de vivir su sexualidad sin miedo. «Ya que quieres disfrutar del sexo, ya que quieres pasártelo bien sin lazos ni coyundas, que, al menos, penda sobre ti la amenaza de una maternidad de la que no te puedas librar sin incurrir en un delito». Es la maternidad como castigo. El poder eclesiástico, heredero del viejo poder patriarcal, no puede tolerar una sexualidad femenina desvinculada de su función reproductora. Por eso condena no sólo el aborto, sino también el uso de los anticonceptivos. La obsesión eclesiástica con la funcionalidad del sexo es hoy incluso ridícula, ya que, dada la mayor duración de la vida, las mujeres pueden disfrutar de orgasmos mucho tiempo después, veinte y hasta treinta años, de que se haya extinguido su fertilidad.

El terror al desorden social producido por la libertad sexual femenina, propio del Estado patriarcal, lleva al clero, heredero suyo, a negar la democratización de las decisiones políticas. El poder eclesiástico, que ya no puede convencer privadamente a las mujeres ni posee atribuciones públicas para castigarlas, trata de que los partidos democratacristianos hagan suyas las tesis represivas y las conviertan en leyes civiles. Cuando los políticos pro vaticanistas no tienen la mayoría suficiente para conseguirlo, se decreta la inmoralidad de las leyes resultantes. Pero también en esta función moralizante ha perdido vigencia el poder eclesiástico. La mayor educación e información de los ciudadanos permite a éstos enjuiciar la actuación pública del Vaticano, especialmente en países como España, donde ha influido tanto. Alguno de los obispos españoles que se alzan contra las leyes que no son de su gusto son lo suficientemente talluditos, quizás no tanto como para haber sido capellanes de la Cruzada vencedora en la guerra civil, pero sí para haber compartido con el poder franquista el control de las libertades ciudadanas, con su secuela de horrores y penas de muerte patrióticas. Esa y otras circunstancias de la historia reciente bastan para que la gente común, incluso tantos católicos, formen su conciencia sin hacerles mucho caso, convencidos de que la doctrina teológica dominante no tiene mucho respeto por los derechos humanos. Ciertos sectores del clero, no excesivamente adictos al actual Vaticano, están tratando de alinearse en posturas menos obsesivas con el sexo, más proclives a considerar propiamente evangélicos los temas de justicia, de derechos humanos, de moral distributiva. Pero aún no han llegado a obispos, al menos no en cantidad suficiente para alterar la balanza. El aborto, en este sentido, es bastante dependiente de las circunstancias económicas. En los países pobres las mujeres abortan muchas veces por enfermedad, desnutrición, infecciones. Sólo en los más ricos puede hablarse de abortos claramente voluntarios, aunque tantos sean fortuitos, naturales. La población femenina, en su conjunto, aborrece el aborto y, por eso, prefiere el acceso a la educación sexual y a los medios anticonceptivos. Éstos están llegando a una perfección tal que pronto, si se difunde, por ejemplo, la píldora RU486, las mujeres podrán controlar su fertilidad sin que ni siquiera se enteren los hombres, incluidos aquellos médicos que exhiben la objeción de conciencia en centros públicos mientras practican el aborto en los privados.

En todo caso, estos y otros temas afectan a una de las cuestiones centrales de la condición de católico y es su voluntariedad. Por razones dogmáticas, contrarias a su práctica fundacional, la Iglesia católica bautiza a las personas antes de que éstas sepan lo que hacen. Así, la mayoría de los españoles se encuentran formando parte de un colectivo por razones familiares y geográficas más que por su libre decisión. Llegará un momento en que la gente decida libremente a qué grupo afiliarse o no, tal y como analizo en mi «Religión a la carta» (Espasa Calpe, 1997). Esto quizás sea bueno para la sinceridad de las creencias pero, sin duda, malo para las organizaciones eclesiásticas.