Se ha escrito mucho sobre el Opus Dei y su fundador, san Josemaría Escrivá. Unas veces con acierto y otras, con menos; con buena voluntad y con menos: con conocimiento de causa y desde el estereotipo, tan frecuentemente fallido porque es imposible encasillar a los grandes hombres. No sé si acertaré, pero escribo desde el conocimiento, el cariño y la verdad. No teorizaré. Narro unas pocas vivencias, al cumplirse treinta y cinco años de su muerte. Conocí al santo en agosto de 1962, mientras realizaba un curso de verano en Pamplona. Tenía poco tiempo mi relación con el Opus Dei, e imaginaba al Padre casi como un extraterrestre con dosel y luz indirecta. No acerté. Era un hombre normal y, sobre todo, cercano y cariñoso. Luego fui captando que tenía una fe enorme, vivida y expresada con sencillez. Me di cuenta de que se hablaba a quienes conocía de temas familiares normales: preguntó por la intervención quirúrgica sufrida por el padre de uno de los presentes, contó a otro que construían una casa de retiros en su país, bromeo con la indumentaria de un norteamericano, etc. Yo me tenía por tímido y le pregunté por lo que llamaba su intención especial: la solución jurídica del Opus Dei. Sacaron guitarras y cantamos canciones del momento. Todo apuntando hacia Dios y al interés por los demás sin empalagos. Todo normal pero extraordinario. Se pasaba muy bien con él. También en Pamplona tuve mi primera oportunidad de charlar casi a solas con él. Casi porque éramos tres que dirigíamos una peña pamplonesa dedicada al deporte y a la cultura de jóvenes trabajadores y universitarios. Miraba con atención —captábamos que le importaba— unos recortes de prensa sobre actividades realizadas por aquella entidad en el verano precedente. Comentó que nos tenía envidia por el privilegio de estar con aquellas personas y poder ayudarles. También en Pamplona habíamos comenzado, con muchas penurias, un Instituto Laboral para personas con escasos recursos. Supo que no teníamos calefacción y dijo inmediatamente: ponedla porque tienen derecho.

Otra vez, refiriéndose a esa misma tarea educativa, nos impulsó a ponernos en cuclillas, es decir, a la altura de aquellos niños o de aquellas familias con poca formación. Pasé en Roma los últimos años de su vida excepto los meses finales. Bastaría recordar un día triste por el fallecimiento de uno de los tres primeros sacerdotes de la obra. Nos emocionó con su relato y quedamos sumidos en el desconsuelo. Y él, que era el más «tocado», al darse cuenta, hizo lo indecible hasta conseguir carcajadas de todos.

Cuando llevaba sólo unos meses siendo sacerdote, junto con otro, volvía a España. Nos animó a apoyarnos en la Trinidad de la tierra (Jesús, María y José), para ayudar a las personas destinatarias de nuestro trabajo. Con fuerza, dijo: «Hijos míos, yo me apoyo en vosotros». Al musitar la inadecuación del apoyo, insistió con cariño indescriptible: «Siempre me he apoyado en vosotros». Subía la emoción y, quizás por no dejarnos el recuerdo de unas lágrimas, surgió el aragonés inconfundible: «Vámonos, vámonos, que la liamos». Puso sus manos sobre nuestras cabezas, nos bendijo y nos abrazó. Unos días después, me veía con alegre sorpresa en Madrid y volvió a abrazarme como lo que era: un padre.