La revolución de la red de redes —Internet, vamos— ha cambiado tanto nuestro mundo que cuesta trabajo imaginar hoy un aislamiento como era el que existía antes de que las computadoras, el ADSL y las aplicaciones de búsqueda como Google se hiciesen con buena parte de nuestras almas. Por añadidura, la www parecía ser la panacea de la sociedad postmoderna: democracia absoluta, anonimato a ultranza y acceso no jerarquizado a la mayor parte del conocimiento existente componen lo que ningún filósofo desde la Ilustración hasta aquí pudo imaginar siquiera como componentes del paraíso —terrenal, por supuesto—. No es preciso tener una fortuna, ni disponer de amigos influyentes para buscar lo que se quiera, con la única salvedad de que alguien debe haberlo metido antes en la www. Pero esa situación idílica quizá se quede en una utopía más de las que tanto juego han dado a la literatura y a la ciencia política.

El New York Times advirtió hace unos días del pacto que se estaba urdiendo entre el buscador más popular que existe en Internet y la operadora Verizon para ofrecer el resultado de cualquier rastreo beneficiando los intereses de esta última. La cosa no es trivial. Cualquier palabra común —incluso dejando de lado las que tienen que ver con el sexo— conduce a millones de páginas web y quien entra en Google buscando, qué sé yo, coches híbridos abrirá sólo las primeras. Hybrid cars, sin comillas, me acaba de dar más de 25.000.000 de entradas, y con ellas 2.600.000, así que se comprende que estar en los primeros lugares del rastreo supone una diferencia inmensa. ¿En cuántas páginas entraría usted antes de cansarse? ¿Cien, si su paciencia es la propia de un santo? Por más que Vinton Cerf, padre de Internet y fundador de Google, haya expresado su deseo de que la libertad siga imperando en la red, lo cierto es que ya no existe. Los criterios sobre el orden en que se muestran las páginas obedecen a intereses comerciales incluso si el acuerdo entre Google y Verizon se dejase sin firmar. Y las empresas que utilizan Internet, gracias al uso de las llamadas galletas —cookies para todo el mundo— que sacan datos de nuestro uso de las páginas web, logran una especie de radiografía de las preferencias particulares de cada ciudadano. Tan grave es el asunto que la Unión Europea tiene ya entre sus tareas pendientes la de legislar el uso (y el abuso, que lo hay) de los cookies. Pero las fórmulas consistentes en tener que aceptar o rechazar de forma individual cada una de las galletas envenenadas supondría un colapso continuo capaz de convertir la navegación por la red en un tormento. Cuente usted en cuántas páginas entra cada diez minutos que pierde —es un decir— en Internet. Multiplique por seis si sólo pasa una hora enganchado, o por las veces necesarias con arreglo a su grado de adicción. El resultado, asusta: la panacea de libertad, democracia y anonimato se traduce en la mazmorra más eficaz que se haya inventado jamás. Y nosotros, tan contentos. No hay nada más cómodo, más rentable y, ¡ay!, más peligroso que la ignorancia.