Con independencia de cuál sea nuestra opinión particular, la que parecía huelguita acabó por ser toda una huelga bastante general (aunque siga sin resolver el asunto de los piquetes: la libertad antes que cualquier otra cosa), casi como la que tuvo que lidiar Felipe en 1988. Dudo que las actuales direcciones sindicales puedan rentabilizar el éxito en favor de los trabajadores —me encantaría, una vez más, equivocarme— cuando no han logrado, siquiera, cambiar el estatuto de los funcionarios que siguen viviendo en una especie de cielo imposible donde no se premia a los diligentes y productivos ni se castiga a los gandules y jetas.

Pero tranquilos, que hay para todos. Esta vez he visto mucho más cabreo que en los ochenta. Y es normal e irá a más. La globalización no puede ser una excusa para el fraude fiscal, ni puede confundirse la economía con el crimen organizado, ni tienen derecho los políticos a actuar como mera mayordomía del dinero, pues su tarea es mucho más importante y tienen atribuciones para hacerla. Tampoco es admisible que casi toda una casta política, la de Nuestro Amado Líder, tenga el virgo en la subasta judicial y aquí no haya dimitido ni el conserje. Un poco de vergüenza. Ahora mismo hay una mayoría social en Alemania —tenida, con razón, por el motor de Europa— a favor de un recambio verde y socialdemócrata. A los que anticipaban un mapa europeo de hegemonía conservadora con ribetes de xenofobia, se les van a notar más las ganas que la virtud profética.

Decía Ernst Jünger, de derechas pero decente, que el trabajador era tal vez la única figura alumbrada por el siglo XX. Tras el trabajador vendrían los titanes: puro exhibicionismo de mandril, jactancia de gorila, efectos especiales y regresión en suma. Ya están aquí y se comprende que consideren al trabajador —perdón, a los costes salariales— como el inconveniente supremo, de ahí que busquen su extinción. Cuidado, porque el número de los necios es infinito y van ganando. Por ahora.