Las Corts han aprobado esta semana de forma unánime su oposición a instalar cementerios nucleares en cualquier parte del territorio autonómico. Era el único parlamento que no había tramitado aún una iniciativa en ese sentido con lo que hemos llegado al círculo perfecto de la solidaridad nacional. Todos los partidos, todos los gobiernos, todas las cámaras y todos los ciudadanos capaces de reflexionar al respecto entienden y comparten la necesidad ineludible de almacenar los residuos nucleares en alguna parte. Pero cada uno de los diversos territorios en los que se divide el reino legisla imponiendo que se haga en otra parte. Como no es preciso tener estudios de álgebra, porque el sentido común se basta para ello, la conclusión lleva a entender que nuestro concepto del compromiso y la solidaridad pasa por el principio básico de que son los demás —los vecinos, los extranjeros, los otros— quienes han de cargar con los marrones.

Entendámoslo bien: somos solidarios pero al estilo del 0,7%. Cuando se da propina, si es que se da, lo suyo es llegar hasta el 10%, así que el 0,7 supone lo despreciable, las migajas que se abandonan en el mantel. Sobre todo, si esa cantidad minúscula sale de los presupuestos generales del Estado, o del municipio, que es lo mismo que decir que sale del limbo porque el impacto de semejante solidaridad en nuestros bolsillos queda en el territorio de los arcanos. Algo bien distinto de la amenaza de tener un vertedero, una planta de incineración de residuos o, ya en el colmo de las desdichas, un cementerio nuclear al lado de casa, por más que nos garanticen la ausencia de riesgos. La seguridad no es asunto sobre el quepan componendas y, así, los parlamentos determinan que su garantía pasa por cargarle el muerto al vecino de al lado o, mejor aún, al que tiene éste a su vez al otro lado de su territorio.

Si se organizase un seminario académico, o incluso un debate sesudo ante las cámaras de la televisión, todos los participantes coincidirían definiendo la solidaridad como el núcleo mismo de la convivencia, lo necesario para vertebrar cualquier sociedad democrática, moderna, ilustrada, racional y, así, hasta completar la retahíla de las virtudes colectivas. Qué feo, por ejemplo, es el que el presidente Sarkozy expulse de Francia a los gitanos rumanos. Se debería imponer una ley que obligue a los franceses a acogerlos y, ya que estamos, a llevarse a buena parte de los que viven aquí, ¿no creen? Incluso habríamos dado con la mejor fórmula para la convivencia solidaria porque a todos, valencianos, catalanes, vascos, andaluces, sin dejarnos a nadie, nos parecería muy bien que los residuos nucleares se enterrasen en Francia. Y las basuras.

En castellano hay una fórmula que define a la perfección el alcance de nuestra solidaridad cuando un pobre nos pide limosna: «Dios le ampare, hermano».