La huelga general es la bomba atómica del movimiento obrero —un partido con este apellido ha gobernado España durante veinte de los treinta últimos años. La utilización del elemento más destructivo del arsenal laboral debe ponderarse con sumo cuidado, porque sólo hay algo más terrible que provocar el estallido de un artefacto nuclear, y es detonarlo en el lugar y en el momento inadecuados. Los sindicatos equivocaron la geografía y el calendario, no supieron captar el tibio pálpito colectivo ante la mayor agresión a los derechos de los trabajadores. La postmodernidad ha arruinado los acatamientos disciplinados, ya no se arrastra a una huelga a los indecisos. Peor todavía, las organizaciones sindicales nunca pusieron en peligro el cordón umbilical que las ligaba al Gobierno. Sin vértigo, no hay triunfo. ¿Por qué enrolarse en una aventura calificada de «putada» por el secretario general de Comisiones Obreras?

La torpeza sindical permite que la derecha y los empresarios se froten las manos, ante un interlocutor desactivado. Una de las razones para evitar el recurso al armamento atómico no es la respuesta del enemigo que garantiza la destrucción mutua, sino el riesgo de que la exhibición de poder nuclear se quede en bravata. El ridículo disuade con más efectividad que el miedo. Sin embargo, los asalariados no tienen la culpa de los disparates de su estado mayor. Quienes critican a los sindicatos en su actual configuración no desean un movimiento sindical fuerte, sino unos trabajadores desprotegidos. Méndez y Fernández Toxo han exhibido sus limitaciones, pero cuesta considerarlos inferiores en capacidad de liderazgo a Díaz Ferran, Zapatero y Rajoy. Nada es irreversible en la era facebook, pero los sindicatos deberán amoldarse a un mundo donde la desdeñosa alusión a «los enfoques paternalistas que desestimulan la necesidad de trabajar para vivir» no procede de un tiburón de Wall Street, sino que ha sido pronunciada recientemente por Raúl Castro. De momento, UGT y CC OO han alentado una campaña de publicidad global contra sus patrocinados. La prensa internacional resumió el conflicto en que los vagos españoles siempre encuentran una excusa para su holganza. A fin de contrarrestar las acusaciones de insolidaridad, la escasa participación en la huelga general debería traducirse en el eslogan promocional «a este país no hay quien lo pare», que puede atraer a incontables turistas. Siempre será más útil que el escueto «Zapatero patrocina esta huelga», ilustrado por el encabezamiento «estimado ministro», bajo el que los sindicatos tuteaban a José Blanco en su propuesta de servicios mínimos.

Aunque no esté de moda alabar al presidente del Gobierno, ha dado una lección en el manejo de lo inevitable. La larguísima gestación de la huelga general permitió que fracasara meses antes de su celebración. Al PSOE debía regocijarle el contrasentido de que los electores socialistas estuvieran menos inclinados a la convocatoria que los votantes conservadores, con la ventaja de que los segundos tampoco pensaban secundar el paro. Zapatero ha escindido a la izquierda, pero no la ha perdido definitivamente y ahora se encuentra liberado para continuar con la demolición del Estado del bienestar. «Me cueste lo que me cueste», pero la factura que le endosaron los sindicatos sólo se cobrará en las elecciones de 2012. Cabe recordar que una huelga general no es un ejercicio de complacencia, sino que aspira a lesionar irreversiblemente al Gobierno de turno.

Zapatero se ha independizado de los sindicatos, refugiados en la participación en las manifestaciones. Una vez más, esa asistencia no justifica el estallido de una bomba atómica que puede ser contraproducente para los intereses de los trabajadores. La reforma laboral ha quedado legitimada por reducción al absurdo en una huelga general, pese a que ningún avalista de los recortes ha comprometido su confortable puesto de trabajo funcionarial al éxito de sus propuestas —«dejaré mi cátedra si las medidas no invierten la destrucción de empleo». Los sindicatos nunca se creyeron la huelga y han contribuido a que se olvide que la crisis económica global fue causada por «banqueros de ojos azules», en expresión de Lula. Por culpa del artefacto nuclear neutralizado, se olvidará la creciente desigualdad de ingresos y se encubrirá el axioma que amenaza la cohesión social, sin riqueza no hay democracia.