El Gobierno está poniendo en práctica un engaño cuando presume de subir el IRPF (Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas) a los mayores patrimonios y de hacer sufrir a los ricos. La realidad fiscal de España es que son los asalariados los que pagan más impuestos. No es una opinión subjetiva, sino una evidencia incontestable a tenor de los propios datos de Hacienda. Las personas que dependen de una nómina representan el 45% de la renta nacional. Esas mismas personas aportan casi el 90% de lo que se ingresa por IRPF. La desproporción resulta obscena: quienes más riqueza atesoran son los que menos arriman el hombro al erario público, y menos mal que tenemos un Gobierno socialista.

Hacienda no somos todos, sólo las personas que trabajan a sueldo. La cacareada reforma fiscal del Gobierno contra los ricos se ha convertido en lo mismo de siempre: mayor carga para los asalariados, singularmente para los mejor retribuidos; una vuelta de tuerca, a buenas horas, mangas verdes, a las sociedades patrimoniales —las famosas Sicav—; y una eliminación de deducciones por vivienda para los mileuristas, que sonprecisamente los que más precisan esa ayuda.

Todo esto lo hace un supuesto Gobierno social para no resolver los problemas de fondo, esquilmar a un tipo determinado de profesionales y seguir favoreciendo a los pudientes. Los economistas, conservadores o liberales, no han ahorrado calificativos para juzgar estas medidas: «pura cosmética», «una pantomima», «un plan propagandístico».

La progresividad, que pague más quien más tiene, es un cuento en el sistema español. Paga más quien menos posibilidades tiene de esconder su dinero a Hacienda. Va siendo hora de decirlo alto y claro para que la gente lo entienda.

Muchos trabajadores se sorprenderían si tuvieran ocasión de conocer las liquidaciones por IRPF de las grandes fortunas. La mayoría cotiza a Hacienda bastante menos que ellos. En España no pagan impuestos ni los pobres ni los ricos. El castigo, para la clase media. Eso lo afirman hasta socialistas como Joaquín Leguina y Jordi Sevilla. El gran cambio fiscal de Zapatero es subir los impuestos a 150.000 profesionales bien pagados para recaudar como mucho 200 millones de euros. Para este viaje no se necesitaban tantas alforjas.

En España hay 3.200 Sicav que mueven 26.500 millones y tributan, proporcionalmente, bastante menos que los asalariados. No sería una mala fórmula si se tratara de retener el dinero en España, pero siempre que fuera accesible para todos por igual. No es que los ricos defrauden al fisco. La habilidad de sus asesores y las posibilidades de la legislación les otorgan un trato privilegiado que ningún gobernante se atreve a cortar.

No se trata de estar en contra de los más ricos, sino todo lo contrario, de facilitar la posibilidad de que haya muchos más ricos y de que, de hecho, haya una más auténtica igualdad de oportunidades para que se pueda crear más riqueza y para que surjan muchos más puestos de trabajo.

En horas de crisis, la doctrina más ortodoxa defiende bajar impuestos para incentivar la actividad. Antes que sangrar a los de siempre, hay muchos otros caminos que recorrer para mejorar la recaudación: exprimir las tasas especiales, combatir la economía sumergida o encarar con valentía el fraude fiscal. Una vez más, se cumple el principio económico clásico que sostiene que todo aumento del gasto público financiado con deuda termina en subida de impuestos. Así, la deuda pública viene a ser sólo como un tributo aplazado.

El contribuyente, más tarde o más temprano, tiene que correr con todo. Y, efectivamente, en España en los últimos años vivimos la juerga padre del gasto público. Ahora pasan la factura.

«Los impuestos son lo que hay que pagar por construir una sociedad civilizada», dijo Oliver Wendell Holmes, destacado jurista en la sociedad americana del siglo XX. Sí, pero nunca de esta manera: repartiendo de forma desproporcionada la carga, haciéndola recaer sobre las espaldas de los mismos, los que carecen de influencia o escapatoria.

El IRPF, la figura central de nuestro sistema fiscal, se ha convertido en realidad en un obsoleto gravamen sobre el trabajo. Tocan tiempos de poner todo en cuestión. Una fiscalidad neutral y justa es lo apropiado y lo oportuno, no inventarse otro trampantojo para intentar que el sufrido ciudadano siga comulgando con ruedas de molino sin que se consiga además objetivo alguno en beneficio de los más desfavorecidos.