Decía Salvador Dalí que el centro del universo era la estación ferroviaria de Perpiñán. Como la realidad colma irónicamente nuestros deseos (hay una galería de arte en Perpiñán que dirige un tipo de l´Alcúdia, Vicent Madramany, y que se llama À Cent Mètres du Centre du Monde), la capital rosellonesa se ha convertido en el centro del comercio hortofrutícola europeo, que no es, exactamente, sentir el vértigo axial cósmico. Desde Perpiñán salen hacia Bremen, Estocolmo o Bratislava los camiones que llegaron de Alboraia o Almería cargados de coles, falsos pimientos de Padrón y verduras chinas del Perelló.

Como suelo decir, hubo un tiempo en que era más fácil conseguir un gramo de perico que un zumo de naranja. Me refiero a Valencia. Esto, por suerte, se ha corregido un poco y al final del pasaje Doctor Serra, en la calle General San Martín, hay un bar que exprime naranjas de primera calidad y no mero rebuig. El comercio nunca fue una cosa muy lógica, pero esto de ahora parece la idea de un demente doblado de mala sombra: Almería se basa en el producto de contratemporada, la contraprogramación aplicada a las verduras, es decir, sacar al mercado lo que no debería estar allí, mientras que las verduras de primera calidad de l´Horta apenas benefician a quienes las cultivan en el momento idóneo. Agricultores ecológicos, como Enric Navarro, están cabreados porque sus productos se consumen en Austria —tras quemar mucho gasóleo— y no en Almàssera.

España, que, como Gran Bretaña, es un país en muchos aspectos más americano que europeo (Aznar trató de subrayar esta evidencia, pero se dejó atrapar por el lado oscuro de la Fuerza), encabeza las estadísticas de obesidad infantil en Europa. Con dispensadores de zumo de naranja, fruta y horchata en los colegios, este problema se reduciría. En Altea, desde que Carolina Punset puso en mar-cha los huertos urbanos y una bolsa de tierra (para alquilar o ceder), los abuelos van menos al ambulatorio. El centro del mundo es un gigante rojo hipermasivo: un tomatón.