Para que un partido político ceda su hegemonía existen fórmulas ya inventadas. Una de ellas, la más recurrente, consiste en crear una formación que nazca de sus mismas entrañas, de modo que la debilite y le succione votos. Un mismo universo sociólogico, disputado por dos grupos en liza. El tránsito de Unión Valenciana aún está vivo en la memoria. Y su absorción por parte del PP, que catapultó al partido de Zaplana hacia las mayorías absolutas, también. Mientras UV se entretenía lamiendo votos y estabilizándose, al PSPV le venía de perillas la división del electorado. Uno cree incluso que los socialistas robustecían a UV para cercar al PP. Las aritméticas y las ideologías apenas casan. Zaplana hubo de pactar con Lizondo –los empresarios mediante– para dominar esta tierra. Desde el propio PP valenciano se ha alimentado alguna formación cercana al socialismo. O se ha pretendido nutrir a algun partido hecho y derecho para provocar el desgaste.

Dada la robustez electoral del PPCV, sólo un partido hermano puede arrancarle una porción de su propia carne. La suficiente, quizás, para quebrar su supremacía. ¿Pero quién le pone el cascabel al gato? Todo el territorio centrista/conservador lo estrecha el PP en sus manos. Nadie compite en ese mundo. Tarde o temprano, sin embargo, alguien levantará la bandera para intentar compartir el pastel. ¿Desde la vertiente valencianista? Hay un caudal de votos dormido en esa parecela que contabiliza el PP. Y no es la única posibilidad. Si los descontentos del PP no canalizan sus votos hacia el PSPV, como traducen las encuestas, ¿no entregarían sus papeletas a otra opción conservadora? Puede que, en el futuro, haya movimientos. Al menos, la existencia de un vacío es de una evidencia abrumadora.

El desobediente. Ricardo Costa, tocado por el huracán Gürtel, ha vuelto al seno del PP y al útero de las Corts con todos los honores. A su partido sólo le ha faltado cubrirle con un palio de oro. Un partido es una iglesia. A Costa se le reconoce el mérito de haberse enfrentado a la dirección de Madrid. Lo nunca visto en las filas conservadoras. Tras el sacrilegio, su figura ascendió hasta el punto de que Cospedal lo echó por rebelde. Decir lo que se piensa no suele ser habitual. Y los actos de rebeldía –los enfrentamientos con el poderoso– suelen complacer a todos excepto al objeto de la censura. Pero las iglesias no perdonan. Quizás Costa, en Valencia, rodeado de los suyos, mantenga el pedigrí y su posición. Lo ha hecho posible Camps, devoto de sus lealtades y de sus recuerdos: el desafío de Madrid le cubrió con el barro de la claudicación. A Costa le continuará manchando la herejía cometida, mucho más que sus episodios Gürtel. Una iglesia ha de encender mucho incienso para tapar los malos olores. En este caso, las desobediencias. A quién se le ocurre apostatar.