La prestigiosa revista Foreign Policy, que no es exactamente un nido de rojos, ha designado a José María Aznar como uno de los cinco peores ex presidentes de Gobierno del mundo. De su calidad como presidente ya le juzgó en su día y en las urnas la sociedad española, cerrando el camino a La Moncloa a su sucesor y al heredero de su política, por llamarla de algún modo, Mariano Rajoy. Entre una cosa y otra, entre lo que es hoy y lo que fue ayer para los intereses no específicamente dinerarios de los españoles, se desvanece el dicho «otro vendrá que le hará bueno»: Zapatero, tan manta como es, no ha mejorado la percepción que tenemos de su predecesor en absoluto.

Con Aznar rulando y diciendo cosas por el mundo, bien que a precio de oro cada parrafada en macarrónico inglés, ocurre como con esos compatriotas que tangan a los turistas o que, constituidos ellos mismos en turistas por el extranjero, se comportan con una rusticidad escandalosa: que da vergüenza ajena. Y algo, también, de vergüenza propia, pues la criatura, que anda últimamente currándose la cosa del sionismo, fue premiada en una ocasión, como Jesús Gil y Gil en varias, con mayoría absoluta. Oírle atacar vehementemente, por esos mundos, las pocas cosas razonables que ha hecho el actual gobierno, cual la tímida Ley de Memoria Histórica que condena el franquismo y reconoce el honor y la dignidad de sus incontables víctimas, produce escalofríos. Pero los produce, además, con carácter retroactivo: España amaneció al siglo XXI con ese señor en la jefatura del Gobierno.

El descrédito que vierte por el extranjero Aznar sobre el Gobierno español, que es, conviene recordarlo, el que han elegido democráticamente los españoles, es algo que rebasa la deslealtad, y, desde luego, la discreta ponderación que debe exigirse a un ex presidente. Pero Aznar, ese señor tan acomplejado y tan competitivo, no ceja en su empeño de ser el mejor en algo, en lo que sea, y ahí le tenemos, empatado con cuatro ex mandatarios chunguísimos, encabezando la lista de los peores del mundo.