El objetivo primordial de las intensas relaciones de China con Occidente no parece ser el mutuo aprendizaje, sino los negocios y, como todos los negociantes, China confía en nuestra discreción. En eso que el Parlamento noruego concede el Nobel de la Paz a Liu Xiaobo, un profesor de letras chino. Parece una extravagancia —una vez le dieron el nobel ¡de Literatura! a Winston Churchill—, pero no lo es: Liu Xiaobo está en la cárcel y no por carterista o atracador, sino por reclamar, en sus ratos libres tras las clases, que una nación de esclavos se convierta en un país de ciudadanos. El Estado chino se ha escandalizado, dando a entender que nadie puede estar preso si no es un delincuente: lógica averiada, la conclusión no puede ir por delante de las premisas.

Como en Noruega son buenos administradores —y uno de los Estados con mayor conciencia social del mundo—, detestan la exhibición del lujo y seguramente no le deben dinero a China, como es nuestro caso y, por cierto, el de Estados Unidos, conservan su libertad plena. Si ya es una vergüenza tratar con déspotas, es una infamia mucho mayor dejarse avalar por ellos. No puede haber ninguna clase de trato con quienes esclavizan a una quinta parte de la población mundial.

Aunque no hay nada tan malo que no ofrezca algún lado provechoso. China ha pulverizado uno de los dogmas más correosos, a saber: que la implantación de la iniciativa privada y del comercio libre, alumbra el advenimiento de las libertades democráticas. La pasión china por el partido único es tan feroz que los burócratas de Pekín quieren incluso nombrar a los obispos católicos (vicio que, por cierto, también tenía Franco). Así que un país muy pequeño —Noruega — ha descubierto una gigantesca infamia: hay muchos presos de conciencia en China, un asunto que, con razón, nos escandaliza en Cuba, pero que parece disculpable en un país que ha tenido la astucia de ser próspero. Noruega también destaca por su ayuda a los países pobres, o sea que se puede ser decente incluso bajo la larga sombra de China.

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