Cuando Fernando Villalonga entró en el gobierno de Aznar como secretario de Estado de Cooperación y observó el silvestre paisaje de las mil y una ONG que poblaban el suelo español, pensó en buscar una síntesis de cara a cumplir con la eficiencia, administrar su control, acrecentar la transparencia y pulir sus objetivos. Se puede reconvertir el sector del acero y el agroalimentario, se pueden fusionar los bancos y estrujar a los trabajadores, pero el mundo llamado solidario es incontestable: ha tejido una malla ideológica de la que es difícil discrepar. Se lo debemos, como casi todo, a Francia. Si alguien osa disentir, se arriesga a ser quemado en la plaza pública, acusado de cometer una sobresaliente herejía. Naturalmente, Villalonga fracasó, o al menos no logró alcanzar sus últimos objetivos censitarios: regular el mercado, instaurar un cierto orden, acomodar los objetivos a los fines, poner a salvo la despensa de ciertos pícaros.

Cada ONG naciente, como cada cantautor convencido de sus dotes, acaba pidiendo una subvención al Estado o exigiendo una retransmisión en Canal 9, que es la tele de todos, de igual modo que el Estado es de todos. Aquí hay una confusión tabernaria: una cosa es que todos paguemos impuestos —y que el Estado o Canal 9 deriven de nuestra cesión de soberanía— y otra cosa es que podamos reclamar los beneficios (o las pérdidas) diarias de estas sacrosantas instituciones y llevárnoslos a casa, o regalárselos a la novia para el ajuar. De modo que hay muchas, muchísimas, ONG solicitando dinero para auxiliar el subdesarrollo, lo que es tarea loable, y también hay un Gobierno, central o autonómico, entregándoles millones de euros, además de repartirlos entre las de su cuerda, unánimes en el privilegio. Esto sucede en todos los gobiernos, como es natural, y en todos los Estados de nuestra vecindad. Nadie, por tanto, le pone el cascabel al gato. A los políticos no les interesa reestructurar el sector por razones obvias (y si lo hacen les caen encima las siete plagas de Egipto).

La sociedad ha adquirido una cultura de la cooperación que es una especie de ley natural donde el sujeto crítico constituye un ser diabólico y despreciable. Y las multinacionales de la solidaridad ven crecer entidades diminutas a diestro y siniestro que no perturban el orden establecido, con lo cual ancha es Castilla y más ancho es el mundo. El mapa final, aunque esté mal decirlo y sea más apreciado meterse con los políticos, resulta un tinglado colosal y disonante de muy complicada reconversión. Y sobre el que crecen monstruos. Pero es cierto: pide una reforma a gritos.

Zarra y Ascó. En fin, y hablando del Gobierno (es decir, de lo mismo), el diputado de Esquerra, Francesc Canet, dejó dicho ayer que da igual que el almacén nuclear se instale en Zarra o en Ascó: el daño a los Países Catalanes está hecho. Visto desde ese punto de vista, tiene más razón que un santo. Nadie había caído antes. Camps y Montilla, unidos contra los residuos atómicos. Valencia y Cataluña, liadas sobre la sábana del desafío nuclear. Aunque me temo que el diputado Canet va a tener los escombros cerca: en Ascó. Al tiempo.