Brasil está de moda. Todo el mundo habla de su potente economía y de como los gobiernos de Luis Inácio Lula da Silva han sacado a millones de brasileños de la pobreza y contribuido a crear una clase media sin la que nada es posible. Hace años que el capital lo vio venir. Hizo las maletas y se fue al otro lado del Atlántico mientras aquí todavía se oían elogios para milagro español o el modelo irlandés. Sin embargo se habla muy poco del coste ambiental del gran desarrollo brasileño, basado fundamentalmente en sus inmensos recursos naturales.

Hace unos días, la Unión Europea reconocía públicamente su fracaso a la hora de frenar la pérdida de biodiversidad. Los 27 se comprometieron en 2006 con el horizonte en 2007. El viernes, la Comisión Europea subrayaba que los ecosistemas siguen estando seriamente amenazados.

En Brasil todo es silencio. Al fin y al cabo, piensan algunos, el país es un recién llegado al desarrollo y le queda mucho por contaminar. Casi tiene «derecho» . Se olvida que Brasil es el guardián del Amazonas, el pulmón verde más extenso del mundo, con 5,7 millones de kilómetros de selva. El vergel brasileño contiene el 16% del agua dulce del mundo, contribuye al enfriamiento global y tiene capacidad para generar lluvias e influir en el clima mundial.

Algunos intelectuales brasileños han escrito que Lula se va con una deuda con su pueblo: el rescate de la Amazonia. Sus políticas dicen, apenas han rozado a los «fazendeiros» que esquilman a su antojo la selva. Este mes, representantes de 180 tribus amenazadas bajarán en sus canoas a Belém para pedir a Nuestra Señora de Nazaré que ahuyente a los codiciosos. Todo un síntoma.

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