Hubo un tiempo en que hubiera peregrinado a Benarés para poder tocar la orla de la túnica de John Lennon, aunque para cuando yo llegara quizás él ya se habría vuelto, cansado de las enseñanzas del gurú que luego crucificaría (junto a otras divinidades y sus emisarios) en la canción God. Incluso en el 87 lamenté que el avión no saliera de Nueva York veinticuatro horas más tarde: se celebraba el aniversario de su asesinato y había aquelarre en Central Park: con gusto le hubiera llevado unas flores a los Strawberry Fields ¡Ay, la devoción! Cuidado con hacer coñitas con los devotos porque su exceso es pecado de amor, siempre más simpático que el de mezquindad.

En los primeros setenta había quien comparaba a Paul Mc Cartney con Mozart, esto, ejem, aunque creo que es más ajustado el punto de vista de Anthony Burguess (músico además de escritor) quien vio en The Beatles otra muestra de la gran tradición británica de comedia musical. Es posible: no sé tanto de comedia musical británica, aquí aún no nos habíamos despegado del Tenorio (muy pronto en sus carteleras) y quizás no lo hayamos logrado del todo. Lo que sí tengo por cierto y probado es que el pop inglés tuvo varias décadas de gloria gracias a su increíble capacidad japonesa para absorber y reformular los geniales hallazgos de la música popular negra y norteamericana.

Uno de los mejores discos de Lennon es Rock &roll, retorno y homenaje a su propia adolescencia musical. El resto fue un durísimo máster en el puerto germano (y planetario) de Hamburgo, como gran atracción de un selecto público de putas y marineros. Acero alemán para unos chicos portuarios ingleses. Salieron forjados y desde entonces no hubo cantinela amorosa, gamberrada singular, sobreentendido irónico, himno de revuelta, desplante dulcemente blasfemo que no llevara la firma de Lennon ¿Héroe de la clase obrera? Pudo elegir destino, divertirse y dejar niños y viuda arreglados. De lo que haga la viuda, él no es responsable.

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