Los últimos sondeos del CIS presentan a los políticos como tercer problema de los españoles, sólo por detrás de dos conceptos interrelacionados como el paro y la economía y por delante del terrorismo. Lejos del recurso acrítico al tópico, la valoración de los actores sociales y políticos es susceptible de modificación. Ejemplos de ello serían el fulgurante ascendiente a ojos de la ciudadanía de las Fuerzas Armadas, contempladas antaño como enemigas de la mitad de la población; o el reconocimiento que reciben, casi a título póstumo, los artífices de la Transición democrática.

Sin embargo, conviene no quedarse con la imagen superficial de este descrédito y desgranar algunas causas que contribuyan a explicar las fatales consecuencias del mismo. En primer lugar, es preciso señalar que el fenómeno de la corrupción de la clase política se ha extendido dañinamente, cual vertido de BP, en los sistemas políticos de nuestro entorno, hasta el punto de haber provocado auténticas amnistías (Francia) o catarsis regeneracionistas (Reino Unido). La politología ha considerado el desencanto de las masas y su desafección política como elementos consustanciales a la consolidación de las estructuras de las democracias avanzadas. Para la metástasis que produce en el tejido cívico la corrupción urbi et orbi no existe un diagnóstico tan aproximado, únicamente clasificaciones basadas en estándares que sitúan a España al nivel de ciertas naciones con escaso pedigrí democrático.

No resulta especialmente popular en los tiempos que corren postularse a favor de una mejoría de las condiciones corporativas de la clase política, pero urge un gran pacto en este sentido que aborde las problemáticas de la corrupción y la desafección desde la raíz. Se antoja fundamental evitar el afán de enriquecimiento ilícito por la vía política. En los últimos tiempos han proliferado los políticos de primer empleo, aferrados al cargo y la disciplina de partido a toda costa. Su dependencia de la actividad política aparece en demasiadas ocasiones ligada a la corrupción, el nepotismo y la mediocridad, rebajando el estatus de la profesión y desincentivando el concurso en la misma de nuestros hombres más honrados y formados, que pueden llegar a catalogar la política como un juego de rufianes en el que los más brillantes salen sistemáticamente trasquilados.

Los partidos han de acordar a medio plazo, cuando la crisis económica no distorsione su contenido, medidas que permitan dignificar la profesión política y revestirla de mayor lustre económico y social (la revisión de la Ley de Incompatibilidades podría ser un primer paso atinado), empezando por las cámaras más representativas del país. El fin prioritario estriba en atraer hacia la vida política a los actores más valiosos de la empresa privada y los distintos campos del saber, prestigiando una actividad que ha de ostentar un alto carácter ejemplificador. Sin perder de vista el objetivo nivelador de la estratificación social inherente a toda democracia, nos jugamos la salud del sistema en el envite de fomentar en el mismo la participación de nuestras elites.