Podría ser el título de alguna película de acción, el típico thriller. Imagino que la industria de Hollywood estará pensando en explotar el filón minero. No es verdad que haya sido un mero espectáculo. No se trataba de ningún reality-show. De ahí la magna audiencia del rescate de los mineros. Alguna ganga se añade, pero el mineral era puro. 17 días en los que ellos pensaban, y con harta fiabilidad, que el mundo los consideraba enterrados y difuntos. Alguien, sin embargo, creyó que valía la pena arriesgar. Y después de más de dos semanas pudieron comunicarse: estaban en una gruta, a 700 metros, pero ¡vivos! Luego sobrevino un esfuerzo titánico, solidario, una tecnología punta, un plan de diseño muy bien calculado. Todo un éxito planetario que el mundo ha contemplado con admiración y júbilo. En boca de todos está; y los medios siguen acaparando la atención con las historias vividas, reales, de cada uno de los protagonistas.

Sin embargo, por debajo de esa árida superficie austral late con fuerza el drama de la vida, de toda vida. Platón nos hizo ver, a través del mito de la caverna, que nosotros moramos en una cueva, como los mineros, y que sólo atisbamos unas sombras tenues, especulares de una realidad luminosa inalcanzable, pero que se divisa: como un horizonte al que nunca llegamos. Es el numen, la deidad, el más allá al que estamos destinados y cuyas sombras se desvanecerán por mor de los dioses. En definitiva, hemos de ser rescatados. Esta percepción del salvamento, implícita en la filosofía griega, se hace más patente en la idea judía de liberación, de éxodo hacia una tierra prometida. Más tarde, el cristianismo pondrá de relieve el hecho de la salvación como centro de la historia: Jesucristo, salvator hominis, salvador del hombre. Tenemos necesidad de redención, de rescate, pero esa empresa formidable supera las meras fuerzas humanas. Nadie puede hacerlo por sí mismo: el ser humano requiere de una cápsula Fénix para salir a superficie. Ese anhelo está inserto en las profundidades humanas.

Pascal, con gran intuición, señalaba que «si no hubiera oscuridad, el hombre no notaría su corrupción; si no hubiera luz, el hombre no esperaría remedio. Así pues, no sólo es justo, sino también útil para nosotros, que Dios esté parcialmente escondido, y parcialmente descubierto, puesto que es igualmente peligroso para el hombre conocer a Dios sin conocer su miseria y conocer su miseria sin conocer a Dios». En las penumbras de nuestro mundo, estamos llamados a ser salvos. Además de ser una constante de la humanidad, es también lo que nos hace humanos, solidarios: comprender la necesidad del otro para que nuestra vida alcance plenitud. Es el juego entre esperanza y desesperación. Entre el deseo de ser feliz y la decepción que nos produce su anhelo inalcanzable. Kierkegaard analizó en profundidad el pesimismo del hombre que quiere autosalvarse; y concluyó que sólo Dios puede sanar la enfermedad mortal de nuestro tiempo: la desesperación de sí mismo.