True Blood (lunes, Canal +) es una serie de vampiros sólo si Guerra y paz es una novela que trata sobre Rusia o Pericles un político griego. Bon Temps es una ficticia ciudad de Luisiana donde pasan cosas raras sólo si Napoleón era un tipo que llevaba sombreros ridículos o Neil Armstrong un señor al que le gustaba pasear por sitios extraños. La jerarquía vampírica de True Blood es inquietante sólo si la jerarquía del Ku-Klux-Klan es original o la jerarquía de la Iglesia católica es piramidal. En resumen, decir que True Blood es una serie de vampiros, que en Bon Temps pasan cosas raras y que la jerarquía vampírica de la que forma parte Bill Compton es inquietante no es decir casi nada. Eso sí, la tercera temporada de True Blood parece dispuesta a seguir añadiendo metros de altura al Everest de las series televisivas en el que vivimos desde hace unos cuantos años. Esta ascensión creativa terminará algún día, y entonces echaremos de menos a los chicos de Mad Men, a la agente Olivia Dunham de Fringe, a la antropóloga forense Temperance Brennan de Bones o a la abogada Patty Hewes de Daños y perjuicios, como ya echamos de menos a Jack Bauer, a Tony Soprano o a los supervivientes del vuelo 815 de Oceanic Airlines. Mientras llega ese día, debemos aprovechar el momento, como recomendaba el poeta romano Horacio, y disfrutar no sólo con los vampiros de True Blood, las rarezas de los habitantes de Bon Temps y la inquietante jerarquía vampírica en la que cabe desde la reina Sophie-Anne al sheriff de la Zona 5 Eric, sino también con el sexo, la sangre, la música, las sorpresas argumentales y las ricas lecturas de una serie que se ha alejado del culebrón perverso para llegar a no tengo ni idea dónde. La sintonía de True Blood es Bad Things, una canción del músico country Jace Everett. En efecto, en True Blood vemos y escuchamos muchas «cosas malas», aunque turbadoramente bellas, como la coleta que pende del cráneo afeitado de Fu Manchú. Y eso es lo bueno.