O recortas el gasto público o acabas como una marioneta golpeada por los mercados. La frase no la hubiera suscrito Franklin Delano Roosevelt en las páginas de la Gran Depresión —ni tampoco Obama, por lo que se observa—, pero sí Cameron/Clegg, Zapatero, Sarkozy, Merkel y demás tropa dirigente del antiguo balneario europeo ilustrado. Golpeados por los mercados o en manos de los especuladores de la globalización, y con las herramientas financieras a la última. Es igual. Lo central es que el Estado del Bienestar, surgido del pacto entre el capital y el trabajo en la larga posguerra —y con Alemania como motor dinamizador— se está tambaleando, y no sólo por la excitación de los tinglados financieros con sede en Wall Street o en la City. Los Estados son incapaces de proteger a los ciudadanos bajo el modelo luminoso de las feraces décadas pasadas: la caja no da más de sí. Desempleo, índices demográficos soportados sobre la dilatación de la vida, anchas jubilaciones, sanidad y educación, gastos sociales, servicios. Las garantías sociales tocan retirada. Y quizás también esté en retirada el pacto social, esa génesis de cuya matriz parte todo el edificio actual del Estado. No sólo se muestran incapaces los gobiernos de auxiliar a la sociedad; es que ellos mismos se han de proteger. Es una dislocación sustancial que ha puesto de relieve esta crisis, a diferencia de las efímeras de las últimas décadas. El Estado se socorre a sí mismo, los Estados salen al rescate de los otros Estados. Las consecuencias sobre la ciudadanía, esa erosión dictada sobre sus economías domésticas, sólo son derivaciones de una especie de endogamia que se aleja del reflejo ciudadano, hoy sobrecogido y abrumado. El existencialismo recogió la desazón tras la Gran Depresión y el campo de batalla europeo. A falta de una doctrina «oficial», hoy sólo se constata un tapiz de desolación que anuda muchos interrogantes.

Wall Street y la City, mientras tanto, regatean con los bonos soberanos de los países sin que de ese ciclo demoníaco emerja un final. La conclusión siempre la establece Francia. Así ha sido desde Condorcet. En el país donde la política se halla en el menú de cada mesa desde el setecientos, Sarkozy está contra las cuerdas por la rebelión del trabajo y la disconformidad estudiantil (los estudiantes, paradójicamente, no quieren hacer la revolución, sino disfrutar de las «ventajas» de sus padres). En el ambiente francés hay un acaramelado regusto de aquel 68 de las tres emes: Mao, Marcuse y Marx. Pero si Francia resume el ciclón económico y la embrionaria mutación de los valores, la vieja Gran Bretaña, a bordo el gobierno conservador/liberal, aborda una reforma del Estado Social definida por el primer ministro David Cameron como «radical». Lo ha sentenciado el número dos del Gobienro, George Osborne: «Si la gente piensa que vivir de los beneficios sociales es un estilo de vida, debemos hacer que se lo piense dos veces.»

A Londres, como a Berlín o a París, no le cuadran las cuentas. Necesita ampliar los recortes para sanear la caja. Tal vez Cameron/Clegg, esa pareja feliz, a la que ya califican como el yin y el yan, administre los restos del naufragio desde una revisión profunda de la sociedad británica, espantosamente desigual según la OCDE. Cameron pone los inflexibles principios conservadores ahumados en calendas pasadas; Clegg, el legado liberal clásico: respeto prístino a las libertades civiles, deseo de reforma de la justicia, paralización de la construcción de prisiones, eliminación de cámaras de seguridad. Las ideologías son inapelables; el encendido del motor para la rehabilitación económica, no tanto. Al menos se dispone sobre un embrollo de dudas, las mismas que calan en la ciudadanía. ¿Cómo succionar el Estado de Bienestar sin aniquilar las prestaciones sociales en un país en el que el Gobierno destina el 50% del PIB a los servicios públicos?

Cameron/Clegg pretenden amputar 95.000 millones de euros mientras sostienen que respetarán la sanidad pública (un 20% del gasto). Es decir, la cirujía se posa sobre el otro 30%. Supresión de beneficios por hijos aplastando a las clases medias/bajas, amputación de las ayudas para la calefacción de los mayores de 60 años, eliminación de los billetes gratis del transporte público, subida de las tasas universitarias. Algún observador ha dejado escrito que detrás del hijo de Churchill está Ronald Reagan. Sí, y también Thatcher. Y la escuela neoliberal al completo. La duda está en el contrapeso de Clegg y el posible desajuste en su partido. ¿Resistirán los liberales la receta que formula Cameron y que guillotina a las clases medias y bajas? ¿Es posible segar el Estado social sin derrumbes ideológicos? Cameron (y tal vez Clegg), lo han de asumir sin temblores en sus conciencias. Su tradición doctrinal lo permite. Pero, ¿y Zapatero, que capitanea un gobierno socialdemócrata? La crisis —y el «nuevo orden» que alimenta— no distingue escuelas o colores. Sólo insta a la duda y a la debilidad de las clases más castigadas. Manufactura vértigo. Algo comienza y algo no acaba de morir. Ése es el debate que también engulle a Cameron.