Cataluña y España tienen un problema. En realidad, se prolonga desde el siglo XIX. La industrialización —frente a la España agrarista y oligárquica— otorgó riqueza, y la riqueza demanda poder. Poder para decidir. La cuestión cardinal desde el ochocientos es el ensamblaje de Cataluña con España según los avances o retrocesos en la distintas parcelas del poder político. Las elecciones catalanas de noviembre vuelven a poner sobre la mesa el encaje de Cataluña en España tras dos legislaturas de gobiernos socialistas en la superficie y con la crisis del Estatuto catalán como fondo. Los catalanes han de escoger entre el fundamentalismo constitucionalista del PP, el soberanismo de CiU (con su brazo independentista y con su otro brazo levantado hacia la moderación), la permanencia en España del PSC (que sólo desea retocar el Estatut) y el independentismo de Esquerra Republicana. Esa especie de orgía de voluntades y posibilismos posee una salida. Arrancar un pacto bilateral con España bajo el horizonte del concierto económico aunque sólo tenga como objetivo demostrar su inviabilidad. Es la opción de CiU, y, según los sondeos, es la ganadora.

En todo caso, las elecciones catalanas son una respuesta a dos cuestiones. A la crisis del Estatut, tumbado por el Constitucional y aprobado en referéndum, que ha pasado todos los trámites posibles —e imposibles— en su tránsito por Barcelona y Madrid. Y a la España plural de Zapatero, que generó distensión en el proceso entre Cataluña y España pero ha acabado espolvoreando una homérica frustración al verificarse que sus cartas estaban marcadas de antemano. Zapatero ascendió a los cielos de la Moncloa bajo la idea/fuerza de la España plural. Se olvidó de construir al mismo tiempo, o en paralelo, dinámicas de transformación y de crítica —y de persuasión— para que su principio pudiera cristalizar. Sólo él ha idealizado su defensa del Estatut, puesto que en realidad lo dejó expuesto a los vaivenes de los poderes estamentales, que en España suelen subsitir en el lecho del conservadurismo carpetovetónico.

Sobraba retórica y faltaba adecuar la práctica al cimiento argumental. Al propio Zapatero se le ha escuchado decir que España es un país muy descentralizado en el gasto y muy poco en la capacidad de decisión política. Es el eterno conflicto, de donde brotan los problemas actuales. Las autonomías fabrican política pero su capacidad de decisión no es análoga. Han tenido tiempo de perfilar una identidad propia —al margen de la cultural— después de más de tres décadas: la Constitución elaboró un proceso de descentralización vivo aún, que ha territorializado la política española. Para bien y para mal. Ha generado cimas de libertad y progreso pero también ha engendrado jerarquías caciquiles refugiadas en las comunidades. Con todo, el mapa es irreversible, aunque haya que ajustarlo. Sobre todo, hay que ajustarlo por la parte de las cuentas: del trasvase económico entre las comunidades y el Estado. Son esos vasos comunicantes lo que hacen estallar las tormentas. ¿Es mejorable el actual sistema de financiación? ¿Y el impositivo? ¿Pueden crecer los territorios con balanza positiva sin que pierdan los que poseen déficit fiscal? ¿Deben las autonomías alcanzar mayores grados de soberanía tributaria al explotar los impuestos cedidos?

Cataluña ha aumentado su soberanía fiscal en tres ocasiones desde que González le cedió un 15% del IRPF. Aznar continuó escalando la misma cima. También Zapatero volvió a ensancharla hasta la mitad de los ingresos fiscales. No basta. Los catalanes se ven reflejados en el espejo del País Vasco o Navarra, que poseen derechos forales premodernos —como ellos—, que fueron cunas carlistas —como ellos— y que poseen concierto económico bilateral —no como ellos. La exigencia es obvia. Sobre todo porque las comunidades vascas están en la Constitución aunque su modelo sea diferente. ¿Por qué el País Vasco sí y Cataluña no? ¿Por qué ese desajuste en los regímenes fiscales si se parte de hechos identitarios similares? Ese confederalismo, digámoslo así, es el que atrae hoy a un sector amplio del nacionalismo catalán. Supone una relación única —de bilateralidad económica— con el Estado frente al café para todos que ofrece el federalismo mediante el recurso ordinario de la caja común.

El 28-N es clave para que Cataluña geste otra relación con el Estado. Puede permanecer, como determina el PP, en un orden que a la fuerza ha de ser regresivo. Puede aumentar la capacidad de decisión política revisando la arquitectura del Estado, como pretende alguna izquierda. O puede entrar en conflicto elevando los derechos atenazada por la dificultad del consenso. También puede rendirse a la inercia de hoy contemplando el viejo problema del encaje de Cataluña en España desde una perspectiva más comoda. Lo cierto es que el 28-N no sólo vota Cataluña. Las otras autonomías esperan, agazapadas, la conclusión del proceso para desplegar sus exigencias. ¿Cuál es el futuro? ¿Soberanías compartidas, ahora con España, más tarde con Europa?