Hoy hay más niños aprendiendo inglés en China que en el Reino Unido, de la misma manera que Estados Unidos es el segundo país del mundo por el número de hispanohablantes. El mundo está cambiando a una velocidad inusitada y Europa está perdiendo el tren de la historia. Se calcula que si el tapón político no frena su espectacular ­desarrollo económico —que podría suceder—, 300 millones de chinos accederán a la clase media en veinte años, que es cuando ningún país europeo cualificará para pertenecer al G-20 con la única dudosa excepción de Alemania. Toda Europa unida será entonces la cuarta economía mundial, tras EE UU, China e India.

Cuando uno vive fuera de Europa se la ve de otra manera, como si la distancia ofreciera una perspectiva que uno pierde cuando está dentro de ella, inmerso en sus debates ombliguistas que parecen perder de vista lo esencial. Y lo esencial es que necesitamos un debate existencial sobre nuestro futuro, sobre lo que somos y lo que queremos ser para, en función de sus resultados, adoptar las decisiones que mejor nos convengan.

Soy de los que piensan que la Unión Europea nos ofrece a los españoles un saldo más que favorable a pesar de sus actuales exigencias en materia financiera que tanto nos agobian. No quiero pensar lo que hubiera sido la actual crisis económica sin el paraguas europeo porque fuera de la UE hace mucho frío. Pero también es verdad que la idea europea, el entusiasmo europeísta parece haber perdido fuerza en medio de la renacionalización de las políticas que se ha producido al amparo de las vacas flacas. Por eso es necesario devolver la ilusión y para eso hacen falta un proyecto y unos líderes que lo encarnen.

Es cierto que tenemos unos estados de bienestar que son la envidia de otras latitudes, pero nos equivocaremos si pensamos que son algo adquirido por lo que no hay que luchar a diario. No podemos situarnos a la defensiva, cerrando fronteras a la competencia y viviendo por encima de nuestras posibilidades como si estuviéramos en un castillo inexpugnable porque la globalización impide poner puertas al campo en los albores del siglo XXI.

O Europa deja atrás nacionalismos trasnochados —como ya hizo en 1960— bajo el impulso intelectual de Jean Monnet y es capaz de integrarse más profundamente o simplemente desaparecerá por el desagüe de la Historia.

Necesitamos integrar nuestras economías, armonizar nuestros sistemas fiscales, dar mayor control a nuestros supervisores financieros y, al mismo tiempo, expresarnos ante el exterior con una sola voz política que defienda nuestros intereses y ponga a su servicio una capacidad creíble de disuasión militar. Esto es lo que hoy nos diferencia de Estados Unidos. La consecuencia, como se ha dicho tantas veces, es que somos un gigante económico y un enano político y por eso se nos escucha pero no se nos hace caso.

No es imposible cambiar este estado de cosas si creemos en ello, lo deseamos y encontramos los líderes visionarios con capacidad para ilusionarnos de nuevo y encauzar el esfuerzo colectivo. Lo que está en juego es la supervivencia de Europa como actor internacional con peso en la marcha del mundo y la defensa de un nivel de vida logrado con mucho esfuerzo. La actual crisis puede ser un buen momento para dar el necesario golpe de timón, pues si hasta ahora parecía ser un axioma que nuestros hijos vivieran mejor que nosotros, también eso ha dejado de ser hoy cierto. Es el primer aviso serio.

Mi esperanza es que Europa ha dado muestras de creatividad, de inventiva y de apertura hacia el exterior a lo largo de su historia y no hay razón para que deje de hacerlo ahora cuando lo que está en juego es nuestro futuro. Me gustaría creerlo, pero la verdad es que no estoy muy seguro a juzgar por lo que veo a mi alrededor.