No hay profesión más honrosa y más digna que la del maestro. Y sin embargo la escuela está muy falta de maestros y muy llena de enseñantes. Convendría preguntarse si las claves del tan comentado fracaso escolar no serán el haber convertido a los maestros en funcionarios públicos obligados a cumplir con programas de extensos contenidos, en horarios irracionales, apretados de asignaturas impuestas por una autoridad siempre dispuesta a meterse donde no la llaman.

Me contaba un director de un colegio rural que a mediados de los años ochenta se le presentó en horario escolar un motorista con un sobre oficial de la Conselleria de Educació. El hombre, todo preocupado, pensó en el motorista de Franco. ¿Qué habré hecho para que me envíen un motorista con un sobre oficial? ¿Tan grave cosa será?, se dijo. Y efectivamente, cosa grave era. Al abrir el sobre comprobó sorprendido que se trataba de un envío trascendental: un librito sobre la Historia del Gremio de los Campaneros de Valencia. Me comentó que desde entonces se ha fiado muy poco del Estado. Empezó a sospechar que esto de la Administración era una burbuja…

Treinta años después, las burbujas comienzan a estallar: la inmobiliaria y la administrativa. Los maestros han sido los primeros en aceptar sumisos un crecimiento exponencial de la burocracia en sus centros, proporcional al aumento de despachos, mesas y ordenadores en la conselleria correspondiente. La propia Administración necesita justificarse y lo hace enviando papeles y exigiendo informes. La conselleria concluye que los maestros son, efectivamente, trabajadores de la enseñanza: una cosa así como conductores de metro, recepcionistas de edificios públicos o guardias de seguridad. Exige resultados prácticos en notas numéricas como si la tarea educadora, como si la formación, pudiera tabularse. Yo conozco a infinidad de malos alumnos que han triunfado en su vida y a otros tantos sobresalientes alumnos que se resignan a colgar sus títulos universitarios sin valor alguno.

Cuenta el pedagogo jesuíta Manuel Segura que el éxito en la vida depende, fundamentalmente, de dos inteligencias: la intrapersonal y la interpersonal, es decir, la capacidad de entenderse y controlarse a uno mismo y la de relacionarse con los demás. Y eso no se mide en ningún examen sobre dominio de la lógica matemática o de la lingüística. El maestro ha de explorar en el alma de cada niño para comprenderle, para motivarle, para rescatarle. Y eso es infinitamente más importante que dominar la escritura de los pronombres febles. Si los enseñantes fueran conscientes del daño que pueden causar a sus alumnos, con gestos, notas, represiones y etiquetas intentarían convertirse en maestros.