Las dificultades de pago de las administraciones públicas a los proveedores se han convertido en un problema crónico, y cada vez más agudo, debido a las exhaustas cajas, fundamentalmente de ayuntamientos y Generalitat. El último ejemplo es la premura con que el Ayuntamiento de Valencia se dispone a saldar una deuda de al menos 12 millones de euros con Iberdrola ante las presiones de la empresa. No es la primera vez que la compañía eléctrica pone a alguna administración contra las cuerdas: en fechas pasadas dejó sin suministro a algunas estaciones de FGV o paralizó las obras de conexión del aeropuerto de Castelló hasta que la Generalitat se comprometió a ponerse al día. Los impagos se extienden a todos los ámbitos: ayer mismo conocíamos que los juzgados de Alzira se habían quedado sin suministro de material de oficina; el lunes se descubría que al menos tres conselleries figuraban en la lista de morosos de Correos... No se trata ya, por tanto, de la histórica deuda con proveedores sanitarios o con constructores, sino que la difícil situación de tesorería afecta cada vez más a los gastos corrientes de estas instituciones. Pero mientras grandes empresas cuentan con resortes para conseguir el pago de sus facturas, los pequeños proveedores se encuentran con muchos problemas para cobrar las cantidades que les adeudan. La reciente entrada en vigor de la Ley de Morosidad pretende poner fin a esta situación. Sin embargo, todo parece indicar que, por el contrario, se agrava a pasos agigantados, con el consiguiente riesgo para la supervivencia de pequeñas y medianas empresas y para el empleo que conllevan.