No se aburguesó en ningún momento. No se acomodó jamás. Cuando un hombre dedica su vida a los demás, y a cambio tiene que sufrir exilios y años de cárcel, lo lógico y natural cuando retoma la normalidad de su existencia es el relajamiento y el disfrute como recompensa por los sacrificios sufridos. Solo los grandes hombres y los verdaderos mitos no siguen esta norma. No se conforman nunca, mueren luchando.

Es el caso de Marcelino Camacho Abad, que nos ha dejado para siempre. En su cartera, el carné con el número uno de CC OO, sindicato de trabajadores que impulsó en 1957 a su llegada a España después del largo exilio. Desde el primer instante en que pisó de nuevo su país, Marcelino se dedicó a luchar por los derechos de los obreros, primero desde su puesto como trabajador en una metalúrgica y, después, con la recién instaurada democracia y el indulto del Rey Juan Carlos por el Proceso 1001, al frente del sindicato que dirigió durante once años. Incluso desde su escaño como diputado, centró su labor en la defensa de los trabajadores.

Tampoco se acomodó ni aburguesó Ernesto «Che» Guevara en ese empeño por la lucha, diferente en ambos casos, pero que siempre tenía como punto común a las clases más desfavorecidas, a aquellos que tuvieron que vivir, por nacimiento, oprimidos y sometidos a los poderosos. Marcelino abandonó la vida política en el 81, centrándose definitivamente en su verdadera vocación: la defensa de los obreros. El Che se separó de la revolución cubana tras ayudar a Fidel Castro a derrocar a Batista; tras algunos años de transitar por los despachos ministeriales y las cúpulas del poder, también él volvió a su primera vocación: la lucha revolucionaria contra los imperialismos, la lucha por devolver la dignidad a los más débiles. Dejaron las comodidades y entregaron su vida por los demás.

Tuve la inmensa suerte de conocer a Marcelino Camacho. Fue durante una reunión con empresarios. Todos encorbatados, él apareció con un jersey de lana con cremallera. Su presencia era impactante, segura y sincera. Solo entrar a la sala, acaparó toda la atención. Su discurso fue rotundo. Ante él, te veías desarmado. Nadie le replicó, todos aplaudimos. Llevaba en sus genes la defensa de los trabajadores. Y, ante eso, no hay discusión.

Ambos, Marcelino Camacho y el Che Guevara, anduvieron por las tierras de sus países buscando libertad para sus pueblos. Cuando Camacho volvía a España, en 1957, el Che organizaba las guerrillas en la Sierra Maestra de Cuba. El año que encarcelaron a Marcelino, 1967, fue también el de la muerte del Che en Bolivia. Uno y otro jamás se conocieron, pero en el fondo, sus luchas, aunque con distintas armas, querían encontrar el entendimiento y la igualdad entre clases.

Julio Cortázar escribió en la muerte del Che: «No nos vimos nunca pero no importaba. / Lo quise a mi modo, / le tomé su voz / libre como el agua, / caminé de a ratos / cerca de su sombra». Ambos, Ernesto Guevara y Marcelino Camacho, compartieron un liderazgo natural. Los dos renunciaron al poder y a los cómodos beneficios de estar en la cima de la pirámide por no abandonar nunca sus ideales. La bandera que enarbolaron fue la de la humildad y la del coraje.

Su presencia, ahora que ninguno de ellos está entre nosotros, se hace eterna. La del Che ya lo es. La de Marcelino, con el tiempo, también lo será. Que sus memorias nos den luz en esta época tan oscura.