El legendario «meninfotisme» no casa con las exigencias del siglo XXI. La sociedad valenciana, harta de la atonía y el envilecimiento de la vida pública, quiere cambios. Sobreabunda el espectáculo, el victimismo y la retórica populista. Mientras unos sustraen el debate con cortinas de humo que impiden analizar con claridad los problemas reales, otros arrastran guerras fratricidas que descentran su discurso y les apartan del debate público. En este escenario, la economía se hunde —no se hizo nada para evitarlo— y, justo cuando más energía se requiere para salir a flote, los principales actores políticos redoblan su endogamia y, en lugar de buscar soluciones pactadas que ofrezcan al mercado estabilidad y equilibrio, afloran múltiples episodios de corrupción y se enredan en telarañas judiciales que degradan todavía más nuestra imagen externa.

La gravedad de las acusaciones que pesan sobre algunos de los más cualificados representantes institucionales valencianos y las luchas cainitas que lastran la democracia interna de los partidos impiden la renovación y alejan de la política a personas valiosas que estarían dispuestas a comprometerse con la comunidad en la que viven. Serían quienes más podrían aportar en delicados momentos como los actuales, pero casi nadie se atreve a dar el paso en la presente coyuntura.

Durante buena parte del pasado siglo, el analfabetismo, la incultura y la pobreza se fundieron con la resistencia de las clases dominantes a renunciar a sus privilegios hasta retrasar en exceso la apertura económica, política y social. Pero al final se impuso la libertad. En los albores de este siglo, otro regeneracionismo es necesario. Un compromiso semejante que promueva una rebelión de las ideas y cambie una realidad tan incómoda. La crisis nos ha despertado bruscamente y nos sitúa ante un horizonte sombrío. A la gravedad de la recesión global se suma una inquietante variable propia: la evidente perversión de la vida política.

El panorama es desolador. El paro galopa. La agricultura, el sector que, gracias a las exportaciones, solía sacarnos de todas las situaciones comprometidas, ahora vegeta y retrocede sin aprovechar el valor añadido de la industria agroalimentaria. La construcción, residencial o de infraestructuras, origen en gran medida del estallido de la burbuja de irrealidad que nos transformó ficticiamente en nuevos ricos, tardará en levantar cabeza.

Del mismo modo, el turismo internacional se repliega y muta por una legión de miles de visitantes igualmente atraídos por la calidad de nuestras playas pero con mucho menor poder adquisitivo. Y la educación, con unas cifras de fracaso escolar valenciano demoledoras, no es todo lo eficiente que cabría esperar en un mundo en el que quien no se prepara, investiga y avanza tecnológicamente no es nada.

Los rigores de la crisis han acentuado la histórica debilidad de la industria tradicional valenciana, mientras que los sectores que se habían demostrado emergentes (el cerámico, la distribución alimentaria o el transporte) sueñan con el reflote de los mercados para fortalecer su crecimiento. El pequeño comercio, que tejía una amplísima red de autónomos que sostenía abundante empleo, está herido de muerte, y el sector servicios, aventado por la tupida oferta hostelera, malvive azotado por el retroceso del consumo.

Pero todo no está perdido. La capacidad del tejido productivo valenciano para regenerarse es legendaria. Y somos emprendedores natos, nos lanzamos sin temor en busca de nuevos nichos de negocio y estamos acostumbrados a pulsar los resortes que conducen a la exportación. Al mismo tiempo, pese a la discreta apuesta por reorientar de una vez nuestro modelo económico, algunos sectores tecnológicos incipientes luchan por abrirse paso sin aguardar los criterios que deberían marcarse en los despachos de la Generalitat.

Con buenos conductores que marquen la dirección y manejen con tino el volante, la sociedad valenciana siempre responde. El principal escollo es, precisamente, ése: elegir el mejor chófer. Y es ahí donde andamos estancados. Los partidos aseguran escuchar a la gente, pero prefieren decir y hacer lo que más les conviene sin atender los principios del bien común. Al punto de que se están convirtiendo en una oligarquía, una casta privilegiada que fatiga y provoca esa terrible desafección y desapego patente en las encuestas. Cada concejal o diputado se debe al dirigente que le renueva en una lista, no al elector que le vota. La política así ejercida convierte a los partidos en agencias de colocación.

Hace falta claridad y liderazgo para renovar el escenario. Y también para cambiar la tramoya. Un estudio reciente demuestra que las infraestructuras concentran mercados, por lo que las redes de alta velocidad, el corredor mediterráneo y las denominadas autopistas del mar deben ser prioritarias. Pero, por encima de todo, resulta imprescindible reconstruir la clase política.

Las investigaciones abiertas para aclarar las múltiples sospechas surgidas en todos los puntos cardinales de la geografía autonómica demuestran hasta qué punto se ha generalizado el soborno y la componenda. Y ya no es posible aguantar más. Se impone un cambio profundo, una transformación histórica que abra una nueva era capaz de superar tanto la crisis económica como la política. Ya tardamos.