Día de asueto, este del primero de año, idóneo para pasear por una ciudad ausente, desértica, paralizada por un virus de resaca y emoción. Día que comienza feliz. Tras ese especial juego para descubrir el grado de alzheimer de los espectadores en que se convirtió el programa de la TVE1, marché a la cama cansado de acertar todos los nombres de esos extraños maniquíes vociferantes que animaron el mundo entre los años 60 y 90. Luego, la mañana más luminosa no hacía presagiar lo peor. Y sin embargo, lo peor ocurrió. La catástrofe no fue inmediata. Las sobras de la cena estaban en buen estado. El episodio de The Wire que tocaba en la siesta resultó espectacular. Todo marchaba con buen pie hasta que tomamos la decisión equivocada. Ir al cine. Por un trágico azar, ir a ver Balada triste de trompeta.

Todavía siento el enojo. «Disgustará a espíritus delicados», había dicho la crítica. Podría haber dicho «disgustará a todo espectador racional». Con tres cámaras en medio de un barrio humilde de Baltimore y un montón de talento, los productores de The Wire son capaces de presentar al mundo entero lo que significa el hundimiento de una potencia mundial que tiene el cieno hasta el cuello. Compartimos estas terribles historias por su capacidad de atenerse a una cierta conducta humana, sobria, directa, implacable, comprometida. Nos son lejanas y cercanas a la vez por su propia lógica y no podemos imaginar ni por un momento que uno solo de los cientos de componentes de ese equipo productor tuviera el capricho de hablarnos de sus propias miserias psíquicas, de sus manías grotescas y de su aspiración al lucimiento genial. El fundamento del talen­to es comerse el narcisismo. Cualquiera que vive de una industria conoce esta regla.

Pero en España al parecer no siempre es así. Un individuo bien situado, no pregunte usted por qué, recibe un montón de dinero del contribuyente (conté cuatro ayudas oficiales, la del Gobierno, la Generalitat, el ICO y TVE) para contarnos lo genial que él es, los disparates que se le ocurren cuando regresa a la infancia y la idea que tiene de los españoles, los del presente y los del pasado. Sea cual sea la realidad que roza, él se siente con derecho a trivializarla, a introducirla en su especial rumbo imaginario, sin comprometerse a nada, sin darnos su versión de las cosas, como si todo fuera un puro motivo y una ocasión para demostrar ante sus paisanos la genialidad de su imaginación. A este individuo nadie le ha explicado lo que es el surrealismo y cuáles son sus reglas, nadie le ha dicho lo que es una mente infantil, nadie le ha susurrado la clave del arte de Buñuel o de Berlanga, nadie le ha dicho que el cine es una de las formas del relato, no un vómito de imágenes enloquecidas y fraudulentas acompañadas de diálogos absurdos y altisonantes, salpicadas de sangre y de gritos. Y lo que es peor, nadie, de entre una nómina de varios cientos de colaboradores, se ha atrevido a decirle que esta película era un pu­ro disparate narcisista y caprichoso que insulta de forma gratuita nuestra experiencia común.

Es posible que Alex de la Iglesia haya querido hacer una alegoría de España. Si es así lo ha conseguido. Esta película pasará a la historia como un síntoma más de esa parte de país que no sabe lo que se trae entre manos y que será mirada con asombro y desdén por el resto del mundo. Es parte de la misma pesadilla que tiene otro acto de fin de año en el cierre de CNN+ y la ocupación de su frecuencia por un Gran Hermano permanente por donde atraviesan sombras de aspirantes a Belén Estebán, mientras uno de los responsables del grupo, un digno prócer, se lleva a casa nueve millones de euros de indemnización (el 25% de la deuda de la cadena). Es una manifestación más de las contradicciones de este Gobierno que se empeña en una ley de memoria histórica y financia una película que escupe sobre cualquier cosa que pueda significar la memoria y la historia para, al menos en eso es ecuánime su director, españoles de una y otra índole.