Aprenderemos algo de esta triste experiencia, esta crisis que nos hace caminar por el filo del precipicio desde 2008 y de la que no vemos el final cercano? ¿Quedará un trauma parecido al que ya está escrito en el ADN alemán, ese que pone los pelos de punta de los germanos cuando la inflación salta por encima del 2%? Si tuviéramos que identificar qué es lo que hemos sacado en limpio en todo este fatídico tiempo, ¿qué diríamos como sociedad, como grupo humano, como Estado? Si alguien nos pusiera una pistola en el pecho y nos preguntara qué no haríamos por nada del mundo, una vez que todo volviera a ser más o menos como antes, ¿qué rechazaríamos hacer a pesar de estar seriamente amenazados?

Este tipo de preguntas nos permiten identificar el aprendizaje social y colectivo que la crisis nos ha dejado. Pues no debemos olvidar lo más importante. En otras circunstancias, en otras épocas, en otras crisis, este país habría tenido serias dificultades para mantener su convivencia pacífica. Quizá este punto nos hace ser optimistas. Miramos a Túnez y nos damos cuenta de que hay algo conocido en su experiencia, algo de lo que sin embargo nos hemos librado. Miramos a Italia: nuestro país quizá está peor en algunas cosas que la zona de Turín y Milán, pero, en general, hemos mantenido mejor el equilibrio entre las instituciones y la ciudadanía. Sin duda, no tenemos la mejor clase política, pero la vergüenza de saber que nuestro presidente de Gobierno es un pederasta, de esta infamia hemos sido librados por el destino.

Ahora, cuando empezamos a ver el final del túnel, cuando se aleja el peligro de la intervención del FMI y del UE, nos damos cuenta de algo que antes, en otros tiempos, en otras crisis, no tuvimos. Algo inmaterial, algo esencial también. Hemos tenido tiempo. La crisis ya dura tres años, es verdad. Pero la prueba de la fortaleza de un país y de sus instituciones, de la naturalidad de nuestro entorno político, de la madurez de nuestra sociedad consiste en que se ha dado tiempo. Ahora lo vemos. Si hubiéramos tenido que afrontar la crisis de la deuda pública estatal a la vez que la crisis de las cajas de ahorros, a la vez que la crisis de los bancos, a la vez que la crisis de las pensiones, la crisis del paro, habríamos colapsado como sistema. Pero una vez que la deuda pública parece controlada, les toca a las cajas y puede que dentro de unas semanas se llegue a un acuerdo con las pensiones, porque los sindicatos tienen que saber que España no será el país de Europa que jubile antes. Luego quizá venga el crecimiento. Pero mantener una serie temporal a la hora de enfrentarse a los problemas es lo más relevante, lo más decisivo para impedir el hundimiento que vimos en Irlanda y en Grecia.

No crea el lector que soy un optimista. La pregunta fundamental sigue en pie. ¿Qué hemos aprendido de la crisis? Incluso podemos hacernos esta pregunta porque hemos tenido tiempo. Y lo hemos tenido por nuestro anclaje institucional en la UE. Esto no lo deberíamos olvidar. Por eso incluso estamos en condiciones de aprender algo. Pero si nos preguntamos qué es lo que no debemos olvidar como país, yo creo que una de las posibles respuestas sería la siguiente: somos un país medio, humilde. Esa humildad nos debe impedir embarcarnos en aventuras arriesgadas que ponen en tela de juicio la base de la que partimos. Me gustaría haber escuchado de Rajoy en Sevilla una reflexión como ésta. Desde 1996 a esta parte hemos aprendido algo. Aquellas recetas no nos sirven. La euforia no nos sirve. Somos otro país. Más realista. No creemos que éste sea un país privilegiado y abundante. Nada será fácil. Nunca ya más lo será. Ésa es la condición básica para hacerlo moderno y fuerte. Algún día.