El hollín ha sido identificado como el segundo agente más importante en el calentamiento global del planeta tras el dióxido de carbono (CO2) y por delante del metano. Ya lo publicó la NASA en 2008, aunque ha sido el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (Pnuma), que ahora coordina España, el que ha dicho taxativamente que evitar la presencia de hollín en la atmósfera es una tarea prioritaria. Dice el Pnuma que reducir las cantidades de hollín en el aire podría contribuir a rebajar el calentamiento en 0,5º C. Parece poco, pero el margen es tan estrecho —los científicos creen que una subida de dos grados sería «irreversible»— que todo suma y cualquier contribución comienza a ser importante.

El hollín está formado por partículas sólidas de pequeño tamaño procedentes de una combustión incompleta o defectuosa. Muchos coches desprenden hollín y también las chimeneas industriales y de calefacción. Las partículas pueden permanecer durante días o semanas enteras en el aire, donde no permiten que la radiación reflejada por la superficie terrestre vuelva a salir de la atmósfera. El color negro del hollín hace que su efecto negativo se traslade también a los amenazados casquetes polares. El hollín oscurece la nieve y el hielo y provoca que estos materiales absorban más el calor y se derritan antes que cuando eran de un blanco inmaculado.

Con estos antecedentes, el hollín entraría de lleno en el saturado almacén de las sustancias indeseables si no fuera porque ya estaba dentro desde hace tiempo. En 1775, el doctor John Hill vinculó el cáncer de escroto que aparecía con cierta frecuencia entre los deshollinadores de Londres a la acumulación del hollín en los pliegues de la piel que rodea los testículos. Fue el primer cáncer laboral estudiado, aunque su amenaza no fue capaz de borrar la sonrisa bobalicona de Dick Van Dyke en la inolvidable Mary Poppins.