El desastre de Fukushima debe llevarnos no sólo a replantear las medidas de seguridad de las centrales, sino a reconsiderar la responsabilidad pública ante el gran peligro potencial de la energía nuclear. A este respecto, los políticos de los partidos mayoritarios no han estado a la altura ni mucho menos. No son de recibo posturas contradictorias y cambiantes como la del PSOE, que en su campaña electoral se comprometió al cierre progresivo de las centrales según fueran concluyendo su vida útil, y finalmente ha ido reposicionándose hasta aceptar en la Ley de Economía Sostenible la posibilidad de alargar su vida más allá de los 40 años.

Asimismo, el PP, en su línea de eludir cualquier responsabilidad, tras el accidente de Fukushima afirmó que ellos actuarían con la energía nuclear en función de lo que los expertos recomendaran. Y aquí ya tenemos un primer punto a revisar sobre la responsabilidad política y su asesoramiento selectivo: ¿a qué expertos se refiere Rajoy? ¿A los del CSN, que son todos favorables a la energía nuclear? ¿A los ingenieros de las centrales que trabajan para las eléctricas? ¿A los especialistas en energía nuclear de Greenpeace? ¿A un catedrático de ética? Pues la opción nuclear, por su peligrosidad, no tiene que ver sólo con la ingeniería sino también con la sociología y la ética, entre otras muchas disciplinas. Pero a quienes Rajoy se refiere es a los expertos pro nucleares, por supuesto.

Sin embargo, tomar decisiones de gran calado a partir de un asesoramiento técnico muy decantado hacia una opción es, en el fondo, hacer dejación de la verdadera responsabilidad política. Precisamente por su complejidad y trascendencia pública, las decisiones sobre el futuro nuclear en nuestro país deben ser decisiones políticas, calibradas tras consultar a los expertos de muy diversos ámbitos científicos y sociales y, sobre todo, atendiendo a la opinión mayoritaria de la ciudadanía. Tras Fukushima, y en un contexto de necesaria prevención política ante el manifiesto riesgo nuclear —como hemos podido comprobar con la marcada marcha atrás de Merkel en su apuesta pro nuclear— no parece que se sostenga, por ejemplo, la prórroga de diez años para la central de Cofrentes, que dicen que se aprobó precisamente la víspera del desastre de Japón.

Cofrentes ya ha cumplido 27 años, está de sobra amortizada y muchos de sus sistemas de seguridad no están suficientemente actualizados, ni podrán mejorarse sustancialmente los que dependan de su diseño estructural. Cerrar Cofrentes no es, por tanto —y menos en el escenario post-Fukushima— una decisión demagógica o precipitada. Recordemos que para el mix eléctrico español la producción de dicha central no es imprescindible, pues España ha sido excedentaria en producción eléctrica en 2010, y desde luego muchos ciudadanos preferimos que se activen centrales de ciclo combinado en los picos de demanda —mientras vamos incrementando el porcentaje de renovables— antes de asumir la energía nuclear, cuyos beneficios nunca compensarán a los riesgos sociales y económicos, como Fukushima se ha encargado de recordarnos.

Y más, dado que no cabe hablar de una verdadera necesidad pública, sino más bien del afán por incrementar las ganancias de las eléctricas que las explotan, concretamente Iberdrola, en el caso de Cofrentes. Una dinámica que nos recuerda demasiado el funcionamiento de la crisis financiera que seguimos padeciendo: privatización del beneficio y democratización de las pérdidas, o del riesgo, en este caso.

Esperamos que los responsables políticos, también los de la Comunitat Valenciana comiencen a estar a la altura de su responsabilidad con el interés común de la ciudadanía y se posicionen con claridad y con argumentos sólidos, alejándose, esperemos, de las presiones lobistas y de la demagogia de los infundados discursos de seguridad del ministro Sebastián, que tildaba de irracional a quien pensase que la energía nuclear podía entrañar algún riesgo en pleno siglo XXI.