En los encuentros de Zapatero con protagonistas de la primera transición, sus interlocutores se asombran ante la avidez del presidente del Gobierno, al interrogarles sobre la peripecia de Adolfo Suárez en el Gobierno. La curiosidad desborda los límites de la experiencia compartida, para encarrilarse hacia una identificación con el primer gobernante de la democracia. La idealización del creador de UCD puede verse intensificada por el factor de que derrotó en dos ocasiones a Felipe González, un detalle humillante que adquiere relevancia ante la hostilidad que se profesan los dos primeros ministros del PSOE.

El socialismo clásico siente el mismo desprecio hacia el Zapatero admirador de Suárez que Bill Clinton respecto del Obama que en su autobiografía canta las bondades del proyecto de Ronald Reagan. La equiparación del último presidente democrático con el inaugural se extiende a la incorporación de ambos al martirologio. También el actual inquilino de La Moncloa se considera un radical prometeico, que ha desencadenado la furia de los dioses al robarles el fuego. Los datos se apartan en lo económico de esta apreciación. La lógica preocupación por el paro debería evaluarse en conjunción con la inflación. Es decir, ha crecido la desigualdad entre ciudadanos.

Obsesionado con la figura del primer presidente de la transición, Zapatero imita la trayectoria de su predecesor hasta la puerta de salida. Sin embargo, los avances espectaculares de su primer mandato —retirada de Irak, bodas homosexuales, paridad— se han frenado tras la crisis mundial y su foto mensual con Botín. Donde Suárez protagoniza un enfrentamiento con los militares dotados de más apellidos que estrellas, el actual presidente se puso a las órdenes de los mercados. No sólo recibió la bronca de Obama en posición de firmes, sino que el Gobierno ha seguido a rajatabla la medicación del FMI, salvo por fortuna en el aspecto sexual indisoluble del funcionamiento de ese cabaret.

Aunque el movimiento 15-M ha desatado la histeria de Esperanza Aguirre —es curioso que el hotel de Strauss-Kahn sea criticado por la líder provincial que se alojó en el establecimiento más lujoso de Bombay— el mazazo tiene que ser más doloroso para Zapatero. Llegó al poder como un outsider, que alcanzó la secretaría general de su partido y La Moncloa de modo inesperado. Al igual que otros políticos que experimentaron un conato de sinceridad al comienzo de sus carreras, querría encabezar a los acampados y se ve obligado a enfrentarse a ellos. Sobre todo, el presidente concentrado en interpretar su inmolación al estilo Suárez observa cómo su viacrucis particular es arrinconado en las portadas por los rebeldes.

Esperanza Aguirre se abalanza sobre el 15-M porque adivina las dificultades de gobernar en condiciones que remeden con más exactitud la pretensión democrática. Gobernar se ha convertido en un regalo envenenado pero, en la emulación de Suárez que ensaya Zapatero con división de opiniones, le costará equiparar los poderes fácticos que tumbaron a su icono con las acampadas de veinteañeros liberados de la esperanza gracias a su gestión. Ni siquiera puede apelar a la temible masa que aterrorizaba a Elias Canetti. Al beber la cicuta en la tribuna parlamentaria hace exactamente un año —«me cueste lo que me cueste»— Zapatero se sometía a juicio conociendo el veredicto de antemano. Más adelante completaría la rendición, autoimponiéndose la pena de ostracismo por anticipado. Pese a ello, ignoraba la amargura del trago que le aguardaba. Su diseño sucesorio ha terminado saltando por los aires.

La campaña de las municipales ha sido la gira de despedida de Zapatero como presidente efectivo del Gobierno. Los indicios apuntan a que no ha invertido ni un solo resultado a favor del PSOE. Es posible que su presencia haya resultado contraproducente en los mítines, y que sus correligionarios hubieran preferido que protagonizara un largo viaje por los países más alejados del planeta. Al todavía líder socialista debe provocarle estupefacción el hermanamiento PP/PSOE que denuncian los acampados, y un porcentaje creciente de la población. No debería pillarle por sorpresa, el bipartidismo único como problema estaba retratado en los barómetros mensuales del CIS. Zapatero ha demostrado durante la campaña que su cabeza se halla en la posteridad.

El optimismo visceral que le define no habrá disipado la decepción de ver incumplidas las promesas que lo auparon al cargo y le premiaron con la reelección. También en el cálculo del porvenir se mira en Suárez, apreciado unánimemente con demasiado retraso.