Hablar de la figura de Rafael Tamarit, es para mí una ocasión de recordar unos años en los que la Escuela de Arquitectura era, también, nuestra casa, en su extensión de convivencia; nuestro lugar de trabajo y de preparación como estudiantes. Unos estudiantes ávidos de conocimientos y de preocupación por la transformación de una sociedad y de un entorno cívico, que bien poco se parece al que hoy nos rodea, afortunadamente. Era un lugar de tolerancia, un oasis en una ciudad difícil y en un momento convulso, en el que a través de las largas charlas y de la motivación que fluía por la escuela y sus dependencias, encontrábamos —al menos eso percibía yo— un espacio para crecer personalmente, un espacio de libertad.

Rafael fue parte del equipo que formó Román Jiménez, director de la Escuela de Arquitectura de Valencia entre 1968 y 1973, ocupando diferentes cargos en ese período —subdirector, jefe de estudios-, llegando a ser director en funciones en el curso 1978-79. Trabajó, nada más finalizar su carrera, junto a Cano Lasso y Alejandro de la Sota. Junto a éste último fue, además, profesor adjunto de la cátedra de Proyectos II de la ETSAM, cuyo titular era de la Sota.

Tuvo un papel incuestionable en la formación del germen de la Escuela de Arquitectura de Valencia, tal y como lo es hoy, junto al sólido núcleo que formaron Miguel Pecourt, Juan José Estellés y Emilio Giménez; y sin olvidar la solvencia de profesores como Manuel Portaceli. Rafael realizó una gestión determinante como subdirector y jefe de estudios en la fase de formación del claustro y en el enfoque de las disciplinas, que ha devenido en lo que hoy es la escuela de Arquitectura y la profesión entendida de un modo distinto: una componente extraordinariamente creativa que tiene su origen genético en la escuela de Barcelona y un perfil academicista que tiene como origen la tradición de la escuela de Madrid: la sobriedad, la precisión, el manierismo del oficio.

Tampoco podemos obviar la amistad y proximidad personal de Rafael con personajes como Tomás Llorens, Andreu Alfaro, Ricard Pérez Casado o el cantautor Raimon. Todo ello contribuyó a forjar un perfil con una experiencia docente, capacidad y el rodaje suficiente para poder realizar el trabajo que necesitaba la incipiente Escuela de Arquitectura de Valencia, cuyo director de orquesta era Román Jiménez.

Toda esta red de relaciones explica en gran parte el ADN de la ETSA, una mezcla de progreso y disciplina, entendido el progreso a la manera en que lo describía Santiago Ramón y Cajal, catedrático de Medicina de la Universitat de València: «El hombre, a lo largo de la historia ha creado dos valores dignos de estima: el arte y la ciencia». Esta cita es muy importante para entender el porqué de los grandes cambios del siglo XX, en la arquitectura y en la sociedad. Al igual que en biología se dice que la mezcla de especies siempre es progreso, y así es en la vida misma de nuestras ciudades.

Las propuestas de Rafael, su manera de enfocar los proyectos en la Escuela, ya eran, de por sí, todo un ejercicio de brillantez y talento: la utilización de recursos como la literatura y el cine para profundizar en los espacios, en la luz y en las dimensiones fractales, especulares y mágicas. Los espejos y los escenarios borgianos nos trasladaban a unos mundos muy distantes de la realidad política y social que teníamos en ese momento en España. Nos hizo soñar con los ojos bien abiertos en un espacio ilusionante, nos abrió una puerta a un nuevo mundo más amplio, cuando nuestro entorno en ese momento era oscuro y cambiante.

Profesionalmente activo y brillante, y no solo como docente, ha sido el primer arquitecto moderno valenciano internacional, con un dilatado periplo que le llevó a Los Ángeles, París, Londres… Casi al principio de su carrera proyectó el Pabellón Español en la Feria de México. En el 74 ganó un concurso nacional para la realización de un hotel en Ceuta. En los 80, y para la firma Lladró, realizó su gran despegue fuera de nuestras fronteras, realizando diferentes sedes de la misma en EEUU: el Lladró Plaza (Nueva York, 1983) y el Museo Lladró (Nueva York, 1988), el Edificio Lladró en Beverly Hills (Los Ángeles, 1998) o, ya en Japón, el Ginza Building Lladró de Tokyo en 2001. Tampoco podemos olvidar sus proyectos de centros comerciales, en aquel momento absolutamente novedosos y desconocidos; a destacar, entre ellos, el Centro Comercial Metrópoli (Valencia, 1978), el primero que hubo en la ciudad; Nuevo Centro (Valencia, 1981) o el Centro Comercial San Agustín, (Valencia, 1993), hoy FNAC. También, fuera de nuestra ciudad, «Las Pirámides», en la Milla de Oro de Marbella (1991)

Querido Rafael, gracias y permíteme una licencia: ahora que he podido conocerte personalmente, comprendo que la ilusión y el empeño -a los que toda mi generación no puede corresponder más que con agradecimiento- están intactos o, mejor, más maduros y brillantes, y ello, que es admirable, es, también, un nuevo ejemplo para todos nosotros.