Dicen que el presidente del Gobierno, señor Rodríguez Zapatero, ha planteado la modificación urgente de la Carta Magna en la idea de que su deber es el de llevar a cabo durante estos últimos meses que le quedan en el cargo una política de Estado, dejando al margen los intereses tanto partidistas como personales. Se diría que, en realidad, es ésa la obligación de cualquier presidente durante todo el tiempo que dure su mandato, pero de lo que hablamos es de otra cosa. ¿Contribuirá la reforma de la Constitución, tal como pretende hacerse, a lograr que Rodríguez Zapatero pase a la historia con una mejor imagen?

Permítaseme que lo ponga en duda. Un diario nacional contó hace un par de días que la decisión de llevar a cabo la reforma constitucional era una alternativa que el presidente consideraba frente a otra, la de hacer una declaración solemne acerca de la necesidad de entrar en esos cambios pero dejándolos para más adelante. Para la próxima legislatura, vamos. Ese mismo periódico aseguraba que el señor Rodríguez Zapatero se decantó por la reforma inmediata momentos antes de que tuviese que hablar en el Congreso, de camino ya hacia las Cortes. Semejante filtración dice poco en favor de la posesión de un sentido de Estado y retrata al presidente como alguien sujeto a las decisiones precipitadas. Un tontiloco, vamos. Pero, según se nos ha dicho, existen razones de peso para acometer la reforma constitucional de inmediato. Descansan éstas en esa especie de figura nebulosa y siniestra a la que llamamos «los mercados», entidades que habrían de reaccionar de manera positiva liberándonos del acoso y aliviando, de paso, al euro. Pero por lo que se ha visto hasta ahora, los mercados pasan en quinta —si es que disponen de los mecanismos emotivos para hacerlo— de lo que puedan proponer entre el presidente y el líder de la oposición española. Con lo que resulta que vamos a emprender una reforma más que necesaria pero a uña de caballo, con los riesgos que conlleva cualquier maniobra precipitada, sin lograr a cambio ninguna ventaja.

En esas condiciones, parece del todo necesario que los cambios en la Constitución se sometan a un referéndum en el que los ciudadanos puedan manifestar su acuerdo o rechazo a una medida así y, sobre todo, a unas formas como ésas. Los pocos meses que se añadirían en el proceso no tienen por qué verse a título de inconveniente sino, antes bien, como una oportunidad de serenar los ánimos. Y si tenemos en cuenta que entre el Partido Popular y el socialista suman una abrumadora mayoría en las Cortes, lo lógico esperar un refrendo de los votantes a su pacto constitucional. Lo contrario supondría que, al menos en este aspecto en particular, la voluntad ciudadana va por un lado y los principales partidos políticos por el sendero opuesto. Y si es así, el referéndum no es ya deseable sino imprescindible para evitar una quiebra más del sistema parlamentario.