Nunca entenderé a los políticos, supongo que me falta vocación. Aún me acuerdo de los palos que recibió Zapatero —que ya parece casi tan perdido en la distancia como lo están Prim y Salmerón— por haber perpetrado algún ajuste cruento en plenas vacaciones de Semana Santa o de agosto. Sin embargo, los críticos del leonés, ahora al mando, han aprovechado la tregua navideña para subirnos el impuesto sobre la renta (ese que le salía a devolver al Mario Conde de sus buenos tiempos), el IBI y el gas natural. Ya se nota que estos amadísimos hermanos en Cristo se han hecho del Vietcong, que ni la Navidad respetan. El expolio se produce siempre pensando en asegurar nuestro futuro y en lograr un bien superior, o el bien del superior, ahora no caigo.

El metódico ordeño de nuestros bolsillos se ha producido mientras flotábamos en una nube hiperglucémica de alfajores y turrones, aturdidos por el zumbido moscón de la zambomba y por las burbujas del champán. Cuando hasta los dirigentes sindicales, como rinocerontes lanudos, trataban de encontrar refugio en regiones hiperbóreas, pero estaban ocupadas por las pistas de esquí; en estos días de paz y amor que, a veces, no siempre, terminan con el abuelito lanzado al fuego del hogar o el cuñado pasado a cuchillo, a menudo con razón.

Al conseller de Interior de Catalunya, Felip Puig, por ejemplo, se le ha muerto el primer detenido. Por lo que dice y hace está comprobado que su bobería tiene veinticuatro pistas, que su discurrir va por una autovía con seis carriles para cada sinsentido y que tiene el cerebro en las nalgas: es biomecánicamente irreprochable que se exprese a coces. Así están las cosas y hoy no hablaré de Fernando Villalonga y Ana Botella, esa pareja. Háganme caso: si están, como yo, en la edad de la intendencia (Sergi Pàmies), no se olviden de llevar a casa pan e instrucción, cuiden a los suyos, díganles cuánto les quieren, atiendan su propia carrera por humilde que sea y sepan que el hecho de salvar el Botànic, no significa que podamos «salvar-ho tot».