En el chusco asunto de los trajes y en el juicio que se celebra para dirimir si hubo o no cohecho impropio —¿habrá cohechos apropiados?— hay muchos enigmas y cabos sueltos. La clave para despejar unos y dar con los otros me la dieron un ex alto cargo balear y el que fuera batería de Police, Stewart Copeland, una asociación bastante atípica, disparatada incluso: es que las asociaciones son así, señora, si no se trataría de un encadenamiento causal. Decía Copeland que durante una década vivió el vértigo de la celebridad y la realeza rockeras como un ensueño inagotable con los bolsillos llenos de drogas, pero sin monedas, cartera, tarjetas o documentos. De pagar y otras incomodidades, siempre se ocupaba otro.

Parece que Nuestro Amado Líder iba por la vida sin tarjeta ni calderilla para el taxi y el metro y que incluso un guardaespaldas —eso dice el funcionario— le adelantó doscientos euros para pagar en una tienda. En una palabra, Nuestro Amado Líder iba por la vida como un soberano o, al menos, como una princesa casadera; como el rey del pollo frito o como un yerno muy ilustre y aquí es donde entra el burócrata mallorquín quien dijo, hace poco, que en los negocios en los que tomó parte con Iñaki Urdangarín, le pareció suficiente su presencia como garantía de legalidad.

Que no nos líen: la ley nunca dice quién sino qué puede o no hacerse. Si tan fácilmente olvidamos la teoría, ¿cómo vamos a llegar a una buena práctica? Ir por la vida con los gastos pagados tiene su punto, pero no hablamos del rey del glam ni de un personaje egregio, aunque sí me refiero no a uno sino a muchos cortesanos que, imbuidos de eso que —en extraña metáfora— llaman voluntad de servicio, se dedicaban a servirse, presuntamente. Y eso en el jefe, democráticamente elegido, de una comunidad que ha dejado arruinada, hundida en la irrelevancia financiera y política y con los sistemas de educación y asistencia social muy mermados, mientras iba por la vida como una estrella del technicolor emancipada de las miserias humanas.