Con un despotismo de casta que les condena a la desafección y el descrédito, los políticos siguen tomando por ingenuos a los electores al apuntarse en cada momento al sol que más calienta y propinarle después patadas a la coherencia. Rajoy prometió en campaña que no subiría los impuestos. Incluso afirmó que la recesión sólo se superaba bajándolos. También dijo que no ocultaría la verdad. Lo primero quedó en agua de borrajas a los seis días de llegar al poder, con un tijeretazo de órdago y más carga fiscal para los de siempre. Y, hasta la fecha, se muestra remiso a lo segundo: todavía no ha ofrecido explicaciones. Las duras medidas de esta Navidad son dolorosas e impopulares, pero más pretender que los afectados las traguen de rondón. Hay que reconocerle, sin embargo, a Rajoy prontitud y contundencia, virtudes que muchos le negaban, a la hora de abordar la grave situación que acaba de heredar.

Para ganar las elecciones hacen falta los votos de los ciudadanos, pero ahora para mantenerse en el gobierno es imprescindible contar con el respaldo de los mercados. Hoy manda la Alemania de la baronesa Merkel, y ha impuesto austeridad calvinista para seguir en el euro. Ahorrar nunca es malo, pero hacerlo en exceso también tiene efectos nocivos: conduce a la recesión a menos que se apliquen políticas inteligentes de recortes que reduzcan la grasa y potencien el músculo de la actividad económica. En ese difícil equilibrio cada país se juega el futuro los próximos años.

España necesita prescindir de gastos inútiles para hacer frente a sus deudas. Y los tiene en cantidad, con una Administración duplicada e improductiva, un sector público despilfarrador, unas dadivosas subvenciones a los agentes sociales, una corrupción galopante, un índice escandaloso de bajas laborales injustificadas y, en fin, una falta de competitividad que mina la capacidad exportadora, única vía para conseguir la solvencia global. Puede que la UE se haya construido mal y hasta que la entrada en el euro fuera un error, pero renunciar a la moneda única ahora sería una catástrofe.

El flamante Gobierno del PP debuta con un ajuste duro, incluso más de lo esperado por algunos dirigentes populares. Traslada la carga a los funcionarios y las clases medidas. En el caso de la Comunitat Valenciana, se ha visto agravado por un recorte que llega a superar el 15 % en las retribuciones de los empleados de sanidad y educación. Los trabajadores por cuenta ajena, los que dependen de una nómina y no tienen escapatoria al control de Hacienda, dispondrán de menos dinero para gastar —lastrando así una economía de consumo como la española— por el aumento de una presión fiscal que nos equipara a los países nórdicos. Y es muy probable que la anunciada revalorización de las pensiones quede devorada por la inflación, dañando a los jubilados.

Los analistas critican la reimplantada deducción por vivienda, que puede alentar otra burbuja inmobiliaria, justo cuando el Consell la ha eliminado de su tramo autonómico del impuesto sobre la renta, necesitado como está de incrementar la recaudación. Los recargos del IRPF y del IBI resultan discutibles. Hay quien ve mejor tocar el IVA, aunque quizá su subida ya aguarda a la vuelta de la esquina en una segunda tanda de alzas. Laminar el dinero de la ciencia nos condena al atraso. No existe país avanzado sin una clase investigadora amplia, competitiva y brillante.

El esfuerzo servirá de poco para conseguir la economía productiva y competitiva que necesitamos si no viene acompañado pronto de otros objetivos: el embride de las autonomías, principales responsables del agujero en las cuentas; la reducción del fraude fiscal; el cambio de la universidad, antes de que fenezca por sus propias tendencias corporativas y pancistas; el fin de la economía sumergida, o la persecución de las tropelías de directivos y consejeros de algunas cajas de ahorros, como los denunciados casos de la CAM. Urge reformar el sistema financiero porque el dinero tiene que volver a fluir y los bancos siguen sin darlo. Sin crédito, las empresas no funcionan. La gran cuestión es el paro. Si seguimos con ajustes severos, el número de parados crecerá y estaremos en una situación similar a la vivida con Zapatero, en un

círculo infernal.

El escritor peruano Vargas Llosa narraba fascinado, hace poco, la transformación de Gamarra de barriada pobre y violenta de Lima a paraíso del capitalismo popular. Gentes que vivían en la indigencia son hoy prósperos negociantes, un ejemplo primoroso de inclusión social. Para que los pueblos avancen resultan indispensables la riqueza y el empleo. Los comerciantes de Gamarra, liberales espontáneos, sólo anhelan que políticos y gobiernos les dejen trabajar sin trabas. El novelista extraía sus propias conclusiones de la experiencia: «El verdadero progreso no pasa por el estatismo ni por el colectivismo, sino por la democracia política, la propiedad privada, la iniciativa individual, el comercio libre y los mercados abiertos». Si esos principios funcionan hasta en un barrio peruano, ¿por qué no van a hacerlo aquí?