Han causado sorpresa y cierto desasosiego las primeras medidas económicas del Partido Popular. Contradiciendo sus promesas electorales, Rajoy ofrece a la clase media española menos recursos y más impuestos; en definitiva: más pobreza. Que se trate o no de una consecuencia del déficit heredado importa poco, porque el efecto —una vez más— ha sido de improvisación y de apaño, de que se intenta apuntalar una arquitectura económica que ya no da más de sí. Pienso menos en una crisis —por tanto, en un hecho coyuntural— que en la transformación profunda del paisaje socioeconómico de nuestro país. De hecho, la enfermedad patria manifiesta síntomas de deterioro generalizado en un contexto de escasez de anticuerpos, como si asistiéramos a la lenta constatación de un desencanto. El problema no es tanto el rigor presupuestario, sino la transformación de una cultura, de un modo de trabajar y de hacer. Somos lo que hacemos, afirmó el filósofo Paul Ricoeur, y creo que, en realidad, este es el meollo de lo que nos sucede. El Gobierno debe afrontar profundas reformas estructurales que tracen una senda de abertura al exterior, de excelencia y de cambio. Nos moveremos a golpes de shock, pero lo único que no podemos permitirnos es la tentación de la mujer de Lot: contemplar el pasado como un edén perdido.

En el fondo somos herederos de un país que no ha querido —que no quiso— pensar, encerrado en sí mismo, esclavo del sentimentalismo. Está la carencia de lecturas —un mal secular—, aunque también la falta de un humus cultural que no sea la picaresca o el diletantismo más fútil. Luego, una agresividad de fondo y el temor a la diferencia. Continuamos siendo una sociedad poco formada, poco leída y con escaso bagaje exterior, en la cual la modernidad apenas ha podido subrayar lo accesorio. Si somos lo que hacemos, deberemos reconocer que asistimos a la crónica de un fracaso, al final de un determinado proceso de modernización del país basado en las transferencias de capital, el escaso valor añadido de la producción y una creciente burocratización de la sociedad. Austeridad, sí; pero, sobre todo, competencia, libertad y el rigor moral del trabajo bien hecho.

Todo esto pasa por la educación y por la cultura. Si analizamos los recientes modelos de éxito —Finlandia, Singapur, Corea del Sur— comprobamos el peso de este binomio. Estos países priman sistemas educativos alejados del duopolio ideológico-corporativista. Pienso en la educación primaria, en la secundaria —en los demoledores datos de PISA—, en la FP y en la universidad. Si uno de los catalizadores de la Gran Recesión es la tecnología —así lo señalaba Fukuyama en el último número de Foreign Affair— resulta obvio que sin una clase profesional competente no seremos nadie. ¿Dónde se formará? ¿Cómo? ¿Y quién lo hará?

En realidad, el fracaso educativo de España es un fenómeno vertical que recorre, de arriba abajo, la columna vertebral de la sociedad. Nos movemos entre PISA y Shangai, en cuyo ranking universitario apenas se cita alguna institución española. Sin una universidad potente, abierta, con voluntad de innovación, seremos incapaces de captar y de formar talento.

En este sentido, los recortes al I+D en el Consejo de Ministros del 30 de diciembre apuntan en la dirección equivocada, aunque sólo de manera tangencial. La hucha de las subvenciones ha sido la jauja de los lobbies corporativistas, pero antes hablaba de la mujer de Lot y de la tentación suicida del pasado. De ahí la urgencia de un cambio: autonomía en la gestión, financiación acorde con el impacto científico de la investigación, mayor competencia en el diseño de los planes de estudio, romper, en definitiva, con las estructuras pseudo gremiales. Y eso que es válido para la universidad, puede aplicarse a casi todo lo demás.