El PPCV tiene problemas de ajuste. Y no deja de ser paradójico con su potente mayoría absoluta. El más luminoso es el del encaje del presidente del partido y del Consell, Alberto Fabra, en la élite política y sociológica de la derecha valenciana. Para la derecha valenciana, Camps era uno de los suyos, como lo es Barberá (Zaplana hubo de buscarse embajadores ilustres para que le admitieran en la «familia»). El presidente no ha logrado aún el ilustre sello, lo que le hace más vulnerable a las agresiones. Buena parte de los ataques que está sufriendo tienen su origen en esa desvalidez identitaria. La otra parte proviene de su «despiste» o displicencia a la hora de buscar alianzas en el partido y en las instituciones nutridas a su calor. Las últimas decisiones –el giro en las políticas, derivadas del ajuste– han sido bendecidas sobre un control casi monopolístico del poder, anteponiendo la autoridad a la siembra de complicidades previas. Es una receta que no suele gustar a los dirigentes de ningún partido. La respuesta de éstos, ante la ausencia de explicaciones o colaboración, está en función de la fragilidad del gobernante. Será más ruidosa si el gobernante es más débil. Cuando Camps actuaba así, sólo Rus acusaba el golpe en público. Fabra no posee la cobertura de Camps –la que dan las elecciones, entre otras cosas– y el Congreso del PPCV está a la vuelta de la esquina. Otro factor de distorsión. En todo caso, Fabra aún ha de apechugar con otra situación herrumbrosa: firmó unos presupuestos que han ido a parar unos días después al cubo de la basura y enfatizó que no iba a subir los impuestos para después enmendarse a sí mismo. Tanta sucesión de cambios, y de ese calibre, no se puede administrar en solitario. Hay que buscar la asistencia del partido, que es el enlace con la calle. Del escaso margen dado al partido vienen parte de los problemas.

La voz del malestar la ha sistematizado Barberá, que de vez en cuando entona con el vigor de una vicetiple. La alcaldesa se ha sentido excluida del nuevo imaginario que alimenta Fabra, porque revisa el pasado inmediato y ella forma parte de él. El recetario de Fabra está a la orden del día: denuncias continuas contra la corrupción cuando hay mucho «material sensible» en el PP, con Camps a la cabeza; movilización contra el escándalo de Emarsa, que toca a la alcaldesa y a Rus; entierro de los grandes eventos; una nueva relación con Madrid como interlocutor privilegiado. El nuevo espíritu de Fabra ya no es el de Barberá. La colisión se hacía inevitable.

Pero Fabra ha de capear la crisis a diario con una Generalitat en quiebra. Ha de pagar la luz y las nóminas, a los bancos, a los colegios y a los hospitales para que el edificio no se desplome. ¿Por qué no se le da una tregua? La política es abyecta y no entiende de armisticios. Y Fabra no parece haberlo entendido. Aun así, ¿es posible desplegar alianzas en el PPCV sin modificar su argumentario anti-pasado? ¿No habrá de pactar con la elite del partido y de la derecha un nuevo ideario consensuado que rebaje posiciones? ¿Es Císcar la persona elegida para establecer las alianzas y gestionar la posible vuelta de Camps?