La periferia de las principales ciudades valencianas vive la ya larga noche del sector de la construcción con miles de toneladas de escombros abandonadas en caminos y cunetas. Mientras los empresarios autorizados esperan en sus plantas vacías los residuos de la escasa actividad del sector, muchos de los que se dedican a las pequeñas reformas depositan su carga en el primer lugar en el que sienten la impunidad. Cuando la actividad en el área de la construcción era elevada, los escombros cubrían las zonas despobladas como resultado del abundante movimiento. Ahora, en plena crisis, nadie parece gastar tiempo y combustible en llegar a alguna de las plantas de clasificación y tratamiento de los residuos inertes y los deja caer al pasar la primera curva.

La consecuencia inmediata de este mar de escombros es el deterioro del paisaje periurbano, que en el caso de ciudades como Valencia alberga la delicada huerta. Luego llegan los problemas de salubridad y la necesidad de gastar miles de euros públicos en la limpieza y retirada periódica de los vertederos desbordados. Es curioso comprobar que hay ciudadanos y entidades prestos a componer una plataforma para que no se instale una planta de tratamiento o un vertedero legal en lugares cercanos a sus residencias pero nadie sale a pedir con la misma energía mano dura contra los infractores que cubren las cunetas con sacos de inertes. Si se tiene en cuenta que en la época del esplendor del «ladrillo» en España se generaban 705 kilos de escombros por habitante y año se comprenderá la magnitud de un problema que necesita, sobre todo, conciencia cívica pero también medidas de vigilancia y sanciones para no tener que derrochar en limpieza una y otra vez.