Es la nueva depresión, el nuevo estado melancólico, la última variante de spleen existencial. Ha sido bautizada como «depresión Facebook», e incluida entre las patologías mentales, aunque todo parece indicar que se trata de otra ñoñez adolescentoide, otro síndrome anejo a la inmadurez crónica y al refugio en lo virtual que padecen multitudes inmensas de jóvenes y viejos. Consiste, según los expertos, en el cruel desengaño y doloroso pesar que sufren aquellos que «cuelgan» en internet las anécdotas de su vida y luego ven cómo son ignoradas o incluso denostadas. Nada nuevo, en realidad: un mero traslado al espacio electrónico de las contrariedades y frustraciones habituales de la realidad física, con la única diferencia de la profusión y la inmediatez que permite la informática. Uno hace un comentario entre cuatro amigos y se lo pueden recibir con desdén o incluso rechazo manifiesto, pero no pierde uno la salud mental por ello; más que nada porque la cosa está perfectamente delimitada en el espacio y en el tiempo, y porque tiene uno cierta entereza de carácter. El mismo comentario, sin embargo, hecho en una red social, queda expuesto a todos los «amigos» y en percepción continua de su desdén o su rechazo —si es el caso—. Ya lo dijo Cayo Tito: «verba volant, scripta manent»; y lo de Twitter, Facebook y Tuenti no deja de ser escritura, por vergonzosamente deplorables que sean la sintaxis y la ortografía en un escandaloso porcentaje de casos.

Como se ve, la relación virtual tiene tantos «peligros» o más que la presencial, sobre todo si uno se considera el centro del universo —deformación de la perspectiva muy propia de la pubertad, pero que de un tiempo a esta parte se ha extendido muchísimo entre las multitudes adultas—, y si la entereza brilla por su ausencia en el carácter de uno. Los adolescentes contemporáneos —de quince o de cuarenta y seis abriles— invierten grandes cantidades de tiempo en elaborar documentales de su anodina vida, reportajes de sí mismos que inmediatamente graban en internet con la esperanza de que otros brinquen de asombro al contemplarlos. Piensan que audiovisualizarse les trascendentaliza; que aparecer en una pantalla les hace merecedores de la expectación ansiosa de sus congéneres, y cuando comprueban la indiferencia que despiertan, cuando experimentan la cruda realidad, quedan totalmente anonadados.

La «depresión Facebook» es el último grito en psicología; y, simultáneamente, una evidencia incontrastable del rápido empobrecimiento intelectual de la sociedad, que se llena de infantiles egocéntricos parapetados en su habitación —o absortos en la calle—, mirando pantallas de colores, alimentando caprichos y concibiendo ilusiones infundadas.