En este 2012 se cumplen veinte años de la aparición del libro de Francis Fukuyama «El fin de la historia y el último hombre», cuyo título contiene los dos conceptos básicos del texto o, quizá mejor, la línea argumental en que, capítulo tras capítulo, se van imbricando dos ideas: la evolución desde una (primitiva) sociedad en que la violencia es la forma principal de la acción política (en el propio grupo humano de la «polis»; entre las ciudades o los estados) hacia una sociedad en que la violencia ya no es la constituyente principal de la acción política colectiva o no lo es, al menos, necesariamente; la evolución del hombre primitivo —unos pocos, ya propiamente «hombres», esto es, reconocidos como tal por los demás, a través del combate y el riesgo; la mayoría, esclavos o dominados, infrahombres, digamos— hacia un estadio en que el hombre pleno se universaliza, esto es, en que todos somos reconocidos por todos como un igual, como «hombres».

Una parte importante de la interpretación de esa evolución conjunta, de esa interrelación causal, se basa en los conceptos hegelianos de «la lucha por el reconocimiento» y la relación «señor/servidor» o «dominador/dominado», y en la distinción platónico-socrática entre diversas «almas» en el hombre: la dominada por los deseos —la de los impulsos por satisfacer necesidades o apetencias—; la que lo es por el cálculo o la razón; el Thymos, por fin, la capacidad de enorgullecerse o avergonzarse de uno mismo, la autoestima (lo cual en, cierta medida, coincide con la primera acepción de la palabra «honor»).

Posiblemente toda esta concepción de la historia y del hombre es la parte más opinable de todo el discurso y argumentación de Fukuyama y de ella emana —pese a las nobles fuentes de donde brota el discurso, o quizás por eso— una fuerte halitosis metafísica. En primer lugar, porque cualquier reducción de la realidad y el hombre a un puñado de constituyentes constituye una simplificación que no describe el mundo, sino que lo convierte en una fantasmagoría. En segundo lugar, porque nada podemos decir del primer hombre ni de la primera sociedad que sea más que mito o fábula. En ese sentido, las sociedades de filósofos harían bien en comportarse como la Société de Linguistique de Paris, que, al constituirse en 1865, prohibió que sus miembros tratasen el asunto del origen del lenguaje.

La tesis interpretativa de la historia de Fukuyama ha sido popularmente malinterpretada (o tocada de oído, simplemente) como la desaparición de las guerras o de los conflictos étnicos o religiosos. Lo que Fukuyama afirma son dos cosas: la primera, que la otra propuesta de «fin de la historia» que arranca de Hegel y que tiene también un fuerte tufo metafísico, la marxista, no constituirá el término de la evolución programático-ideal y real de la humanidad. En segundo lugar, que la humanidad irá acercándose cada vez más a un ideal global de democracia basada en el mercado y la igualdad básica entre los individuos y donde, sin embargo, el Thymos, que también incluye el espíritu aventurero y la necesidad de destacar, tendrá su lugar sin necesidad de recurrir a la violencia o al dominio de otros. Ahora bien, la clave de todo ello, subraya el catedrático de la Universidad Johns Hopkins, es el irreversible crecimiento exponencial de la ciencia y la técnica, que permite tanto la satisfacción de las necesidades como la aventura del espíritu timótico y el reconocimiento de los miembros de una sociedad como iguales.

La impulsión histórica concreta del libro se produjo, sin duda, a partir de dos sucesivas supernovas (valga la metáfora) democratizadoras (lo que entendemos por «democracia», no lo que conceptúan o conceptuaban como tal en las «democracias populares»): la de los 70 del siglo pasado (Portugal, España) y la numerosísima que sigue al derrumbe del socialismo real, lo que hace que los países con democracias pasen de 30 en 1975 a 61 en 1990. Si, por otro lado, proseguimos la evolución de esa variable hasta 2005, anotamos que el número de países libres (con elecciones libres y plurales y mercado) asciende a cerca de 90.

Pero no es ése el único dato que confiere una cierta verosimilitud a la tesis del profesor estadounidense. Cuando contemplamos las recientes revoluciones de los países islámicos —incluida la que está en marcha en Siria—, observamos que las demandas de quienes salen a la calle caminan en la misma dirección: democracia, igualdad ante la ley, petición de respeto y reconocimiento para cada uno de los individuos y las culturas propias de los países, exigencia de un incremento de servicios y bienes de consumo, modos de comportamiento más o menos homogéneos con los de los jóvenes del resto del mundo… Y no otra cosa ocurre en China, aunque aquí el número de demandantes de la igualdad y de los procedimientos democráticos aparente, de momento, ser menor.

Otra cosa es que las ilusiones de los ciudadanos se vean después totalmente o parcialmente incumplidas, o que su impulso transformador sea aprovechado por fuerzas ya organizadas cuya voluntad es muy otra. Y es que ni las revoluciones se pueden hacer únicamente con buenos sentimientos y manos blancas alzadas, ni es posible elevar la cometa cuando no existe viento para ello, como le ocurrió a la gaditana Pepa, cuyo bicentenario —y fracaso, por cierto— celebramos también en este año de 1812, y que fue el cuarto momento (Inglaterra, Francia, EE UU) del nacimiento (o de la supernova, por mantener la imagen) de la democracia moderna.

Ahora bien, por lo que nadie se ha atrevido a salir a la calle —ni siquiera aquellos de los manifestantes occidentales que lo deseaban en el fondo de sus discurseantes corazoncitos— ha sido para pedir la instauración del comunismo o del socialismo real. A lo más que han llegado ha sido a exigir aquello que tantos falangistas vinieron pidiendo durante tanto tiempo, aquello que las huestes del León de Fuengirola denominaban «la revolución pendiente», la nacionalización de los bancos.