Ni sobre la traición ni sobre el linchamiento: el libro que Francisco Camps exhibió en el juicio, y que tanta tinta ha hecho correr, reflexiona sobre «la metamorfosis del ídolo popular en chivo expiatorio». Se trata de «La ruta antigua de los hombres perversos», y su autor, el antropólogo francés René Girard, ha dedicado sus esfuerzos al fenómeno de la rivalidad mimética, tendencia humana a la que atribuye un gran papel en la ancestral costumbre humana de hacer la guerra. Aunque solemos asociar a Job a la paciencia y a la fe absoluta, Girard se fija en su trayectoria social: no solo de poderoso a paria, sino de adorado a repudiado por las gentes. «Job es la víctima de la mudanza masiva y súbita de una opinión pública visiblemente inestable, caprichosa, carente de toda moderación». Una opinión que un día lleva alguien hasta la cima y al siguiente lo hunde en la miseria. «Para que se ocasione esta unanimidad en los dos sentidos, debe producirse un mecanismo mimético en la multitud. Los miembros de la comunidad se influyen recíprocamente, se imitan unos a otros en la adulación fanática y, a continuación, en la hostilidad aún más fanática».

Exhibiendo el libro, Camps no dice que es así como se ve a sí mismo en estos días. Y es cierto que ha pasado de ángel a diablo en dos días, pero no solo ante los ojos de la sociedad en general, sino ante los de sus compañeros de partido, que fueron quienes antes pusieron todo su empeño en divinizarlo, y ahora lo niegan más que San Pedro antes del tercer gallo.

Alberto Fabra se ha apresurado a marcar distancias y sus lamentos por la herencia recibida hacen palidecer a las de Cospedal contra Barreda. Ello no ha sido desinfección suficiente: el gallego Feijóo pone a la Comunidad Valenciana como ejemplo de lo que hay que evitar, y el presidente provincial del PP en Valencia, Alfonso Rus, se queja de que Rajoy les ha dejado fuera del gobierno: «Les damos el 12% de los votos y nos tratan como si fuéramos Guinea Ecuatorial». Camps asiste a todo ello desde el banquillo, y se reconoce en el Job que se reivindicaba entre lamentos, ulcerado de pies a cabeza, sentado sobre ceniza de estiércol: «Hasta mi muerte afirmaré no tener culpa, porque todo mi aliento está aún conmigo, y tengo el de Dios dentro de mí. No retrocedo en la proclamación de mi justicia, mi corazón no se avergüenza de mis días».