Me preocupan los pobres de este país», dijo el candidato republicano Mitt Romney el otro día. «Hemos de garantizar que la red de protección social sea fuerte y capaz de ayudar a los que no pueden ayudarse». Me entoné ante esas palabras, porque suponían una especie de partida del discurso electoral costumbrista de Romney y porque casualmente se pronunciaban en una jornada en la que yo había escrito acerca de las crudas implicaciones de las propuestas de Romney para la protección social.

No cuestiono la sinceridad de Romney. El problema: esta fabulosa opinión no cuadra con sus políticas reales. Considere el apoyo de Romney a los presupuestos redactados por el congresista de Wisconsin Paul Ryan y aprobados por la cámara baja republicana. Recortan el gasto del programa Medicaid de la tercera edad, se reducen las cartillas de alimentos y se recorta a la mitad la financiación de las becas Pell destinadas a los estudiantes universitarios de familias de ingresos modestos.

Como apuntaba un periodista de Fox News durante una entrevista con Romney el mes pasado: «Usted realiza recortes en todos estos programas, gobernador, programas de los que depende la gente, y muchas más cosas». Romney, respondiendo, ponía el acento en que él deja el programa de los pobres en manos de los Estados y permite que la financiación crezca un punto porcentual por encima de la inflación, significativamente por debajo del crecimiento histórico del coste sanitario.

La reforma social para alentar el empleo fue una buena idea, pero para los que necesitan ayuda temporal, las prestaciones son cada vez más inadecuadas. Al depender de la inflación, las prestaciones se sitúan ya por debajo de los niveles de 1996 en todos los estados menos dos. Y convertir el programa en un bloque presupuestario se ha traducido en que las instancias estatales, temerosas del impacto de la recesión, vienen siendo incapaces de responder adecuadamente a las crecientes necesidades.

Esa historia a duras penas resulta tranquilizadora a tenor de los planes de Romney de recortar cientos de millones de dólares al programa Medicaid de los pobres. Pero la analogía de lo social no es el único motivo de preocupación. La Oficina Presupuestaria del Congreso, analizando los recortes del legislador Ryan, llegó a la conclusión de que las instancias estatales «harán frente a retos significativos para lograr el ahorro suficiente a través de medidas de competencia encaminadas a paliar la pérdida de financiación federal».

Vaya con el mundo mítico de Romney, en el que se pueden lograr grandes recortes sin perjuicio alguno a los pobres y los discapacitados. Más bien, según la Oficina Presupuestaria, los estados se enfrentan a un abanico de decisiones malas. Si no quieren subir los impuestos ni reducir otros capítulos del gasto público, tendrán que elegir entre recortar las compensaciones que ya son bajas, reducir las prestaciones que cubre el programa, o sacar del programa a personas que ahora tienen derecho a acogerse.

El impacto del enfoque de Romney sobre la protección social irá mucho más allá del programa Medicaid de los pobres. El brutal cálculo del plan anunciado por Romney de limitar el gasto público al 20% del producto interior bruto —mientras se incrementa el gasto en defensa— consiste en que los programas sociales habrán de ser seccionados.

Los planes tributarios de Romney agravarán los desequilibrios. Él prolonga las bajadas tributarias de Bush a las rentas altas y proporciona deducciones extraordinarias destinadas principalmente a ayudar a los ricos. El contribuyente de ingresos superiores al millón de dólares tendrá una deducción media de 287.000 dólares, en contraste con dejar que las bajadas tributarias Bush a las rentas altas expiren.

Al mismo tiempo, Romney elimina las recientes subidas de las ayudas por hijo y la deducción de los empleados cuyos ingresos son demasiado bajos para estar obligados a hacer la declaración -- capítulos destinados a ayudar a las familias de ingresos modestos. Como consecuencia, del 16 al 20% de los que ingresan menos de 50.000 dólares verán en la práctica subir sus impuestos con un Presidente Romney.

En otras palabras, Romney gasta cientos de miles de millones en bajadas tributarias cuyos receptores se sitúan de forma mayoritaria entre los estadounidenses más ricos, al tiempo que recorta todavía más programas que ayudan a los más vulnerables. Esas prioridades desequilibradas son difíciles de cuadrar con la inquietud declarada de Romney por los pobres, con independencia de lo sincera que sea. El caballero salido de Bain Capital tiene que volver a examinar sus cifras.