El nuevo conseller de Economía, Máximo Buch, se estrena con un mensaje de tranquilidad, confianza y optimismo: «Vamos a pasarlo muy mal, a pasarlas canutas». Ya puede integrarse en la genética del Consell porque ha comprendido enseguida la ideología que segrega el ejecutivo de Fabra y que se resume en un suspiro agónico. ¡Qué mal estamos! Desde luego, estamos mal, pero a costa de repetirlo todos los días, vamos a estar mucho peor, rodeados de un apocalipsis inmutable. Ese clima tenebroso —el relato de la derrota— por el que se nos conoce ya en toda España, porta un germen diabólico. Comprime la economía, los negocios se retraen, los bancos se alarman y cuando el virus desciende al último escalón, acaba contagiando al trabajo. Fabra y los suyos retransmiten todas las tragedias sobrevenidas en esta periferia con la pericia de un documentalista. De acuerdo. Hay que ser transparentes, pero no suicidas. La reiteración del mensaje, en estos asuntos, es muy peligrosa. Si la imagen de la CV por las Españas es lúgubre, se debe a dos factores nucleares. Por una parte, a la retórica tétrica que desprende el Consell. Dado que habita en un infierno de impagados y deudas, ha decidido extender sus propias tinieblas sobre las capas ciudadanas, proyectando la misma incertidumbre psicológica que corroe sus entrañas. Si estamos al borde del infarto nosotros, instalemos también al resto de la ciudadanía en una UVI claustrofóbica. Es una cobertura moral autojustificatoria. No es el Consell el que toma medidas ingratas, sino la situación económica la que le empuja a tomarlas. La explicación diaria de la tragedia es necesaria porque contiene un componente salvífico para el Consell.

El otro factor que alimenta la calamidad por la que atraviesa la CV en el exterior se debe al contraste con un pasado reciente de autobombo ilimitado y acontecimientos «prodigiosos» latentes en una frase icónica: somos los mejores del mundo mundial. Por las calles de esta geografía se paseaban figuras universales conduciendo bólidos terrestres, emperadores con barcos de mucho plumaje, reinas de la moda levitando en el Mercado Central, raquetas internacionales cubiertas de oro, actores míticos rodando escenas en Alicante, golfistas caídos del séptimo cielo, tenores ilustres que compartían edificio con Condolezza Rice, directores de orquesta nunca vistos desde que el Palau de Mayren Beneyto recibió a Carlos Kleiber y jinetes reales calzando caballos árabes a los pies de la Ciudad de las Ciencias, retratada para sus anuncios por todas las compañías que cotizaban en Wall Street y que deseaban desplegar una imagen futurista en el globo terráqueo. Hasta hace dos días, los perros se ataban con longanizas en la CV. Pero basta de hipocresías: a las mayorías sociales les caía la miel de los labios. Ahí están los resultados electorales.

La crisis ha desmontado el tinglado, la opinión pública ha comenzado a ser refractaria al autobombo y el paisaje de la CV se ha hundido diez metros bajo tierra. Pero aún falta otro elemento para explicar el caos. Los empresarios evocan una mano negra que está colaborando en el entierro. Aún no la tienen identificada. El primero que la descubra, que avise.