La penúltima vez que fui, por una carretera local que atraviesa la sierra Mariola, de Bocairent a Muro, era invierno y el termómetro cayó a los dos grados bajo cero antes del crepúsculo. Y eso que los inviernos actuales son muy livianos. Hay ahora mismo una geografía de escuelas congeladas donde los críos crían carámbanos, como hay escondido en los cubiles y armarios de la Generalitat un iceberg de impagados con nueve décimas partes de su volumen ocultas. Hasta chocan los rascaleches flotantes, ese Titanic mesocrático del todo incluido que fue a encallar en una isla de la patria del Dante, no se sabe si porque el capitán le daba al fornicio con la moldava (variante de la traductora rumana) o porque le gustaba hacer el macarra y lamer —con perdón— la línea costera mientras la sirena aullaba su proclama de testosterona.

Una escuela sin calefacción es como una aldea sin luz o un pueblo sin agua potable. Y no digo teléfono porque todo el mundo lleva su loro portátil. Volvemos al No-do, pero al revés y con más cilindrada, para eso hemos hecho la Fórmula 1: desarreglando lo que ya estaba hecho. Incluso hemos sentado al juez Baltasar Garzón en el banquillo para que responda por su violación de los Principios Fundamentales del Régimen, aunque digamos, para quedar bien, que lo hacemos por castigar su vanidad y vedetismo. O su codicia de sefardí amigo de los banqueros, ya dije que la estamos liando parda.

Y aunque es cierto que se mueven los maestros y los libreros y los doctores y otras minorías ilustradas, el pueblo soberano parece esperar en un estado de estupefacción parecido al que sucede a una gran juerga o banquete, aunque la memoria del último que gozamos se pierda ya en una remota lejanía. Una perplejidad instalada entre lo que ya pasó, lo que puede ocurrir y lo que se juzga inevitable. Mismamente como viajeros, sorprendidos en el camino real por los salteadores, que aguardan a ser desplumados en la confianza de que El Pernales se conformará con la bolsa. Los bandoleros son esos que están pensando.