En un país de tan cultas tradiciones como era Francia allá por los siglos XVI a XIX, cuando una institución nacional dedicada al saber declinaba en su objetivo, el Estado creaba o favorecía otra con el fin de mantenerse a la cabeza de las disciplinas que enaltecían su prestigio, estimulando la excelencia de la Académie. A mediados del siglo XVIII, la Casa de Borbón fundó en España una Academia de la Historia con fines ilustrados, pero, a diferencia de lo que ocurrió en Francia, dicha institución fue envejeciendo sin entrar en competencia con ninguna otra. Fue un baluarte de la política conservadora, la cual, salvo raras excepciones, se infiltró en la reflexión de los académicos.

El Boletín de la Real Academia de la Historia, tras la oración fúnebre que habitualmente lo encabeza, publica artículos que ni se leen ni se citan. Esta desvinculación de las corrientes de pensamiento de nuestro tiempo tiene mucho que ver con el período de la transición del franquismo a la democracia, que las universidades vivieron activamente y la Academia no tanto. La Academia de la Historia, si no quedó totalmente fuera de este proceso, ni se cuestionó su pasado inmediato, ni atendió al cambio del sentido de la historia en una sociedad plural más abierta. Se parapetó en lo que consideró su tradición, en su viejo caserón con su importante archivo y rica biblioteca, necesitados, sin embargo, de reformas.

Puede que fuera el recientemente fallecido Jorge Semprún, ministro de Cultura en 1991, año en que parece que se planteó el diccionario motivo ahora de críticas, quien, desde su cotidianidad francesa, vislumbrara el apoyo oficial a un proyecto que permitiera, de paso, renovar la Academia. Presumo que su intención, salvando las distancias, habría tenido algo que ver con la de aquel Diccionario Crítico y Universal que quiso promover Felipe V en 1738, y que nunca se hizo. La sugerencia de Semprún quedó reducida a un proyecto editorial dirigido por Miguel Artola. En su mente no habría tenido cabida la obra que en 2011 ha visto la entrega de los primeros volúmenes, hasta la letra H, resultado de un convenio que se materializó, finalmente, en 1999.

Cuando reivindicar la memoria histórica es todavía un objetivo pendiente, al Diccionario biográfico español de 2011 se le imputa la tendencia ultraconservadora de algunas de sus 43.000 entradas y, con más amplitud, el anticuado sesgo de muchas más de ellas. La Academia dice que ha respetado la libertad de opinión de los autores, ignorando, al parecer, que a un diccionario no se acude en busca de opiniones sino, principalmente, de información documentada en fuentes fidedignas. Ante este panorama, a los historiadores e historiadoras que hemos incorporado teorías y métodos a la altura de la práctica contemporánea de su profesión nos solivianta que la Academia pretenda una cuota de protagonismo en el siglo XXI cuando, desde la transición, no se ha querido enterar del mundo en que vivimos.

Y por si todo ello fuera poco, su director justificó en junio pasado la escasez de mujeres en la institución por las exigencias que las labores familiares imponen a las historiadoras, que reconoce que son muchas e, incluso, competentes. Pero entonces, ¿es que las archiveras, tan numerosas, carecen de cargas familiares? ¿Acaso puede admitirse hoy la justificación de la escasa presencia de mujeres en las instituciones en función de esas cargas? Estamos en una época de actitudes políticas neoconservadoras, aunque un hilo de esperanza que la universidad no puede desatender esté despertando en verdaderas ágoras de la disconformidad internacional.