El propietario de la web de descargas Megaupload lo pintan sus captores como una especie de quinqui de la cibernética que ya había hecho currículum anteriormente con varias condenas por malversación, fraude y manejo de bienes robados; pero no por ello escasean sus admiradores. Tampoco le faltaron en su día a El Dioni, que se sirvió de su ancha popularidad para emprender una carrera de cantante y showman en la que todavía sigue, con todo el bisoñé.

Los activistas de Anonymous y otras fuerzas libertarias de Internet han prohijado al empresario de Megaupload tal que si fuese un bandido generoso de la escuela de Robin Hood. Si el arquero de Sherwood robaba a los ricos para repartir el botín entre los pobres, su émulo Kim Schmitz no habría hecho otra cosa que saquear los fondos de las discográficas y la gran industria de Hollywood con el propósito de regalárselos —gratis total o mediante un pequeño estipendio— a las masas hambrientas de películas, música y entretenimiento por la gorra.

A decir verdad, tampoco es que Schmitz Puntocom rehuyese las ventajas del capitalismo. De hecho, el promotor de la gratuidad universal había constituido numerosas empresas que le permitieron edificar una considerable fortuna mediante la explotación y venta del trabajo de otros. Schmitz hacía más o menos lo mismo que las detestadas multinacionales del cine, la música o el libro, solo que sin invertir un céntimo en producción.

Todo esto viene de lejos, aunque ahora parezca una novedad. Schmitz no hace nada sustancialmente diferente de lo que tenían por costumbre allá a mediados del siglo XIX los editores de Estados Unidos. Los impresores norteamericanos pirateaban entonces sin el menor escrúpulo —y sin pagar derechos de autor— las obras de autores extranjeros a quienes la restrictiva Ley de Propiedad Intelectual de su país excluía de su protección. El mismísimo Charles Dickens mantuvo con ellos un tan largo como infructuoso pleito a propósito de los ingresos —muy cuantiosos— que dejó de percibir debido a esas prácticas de piratería legalizada.

La novedad, si acaso, reside en que ya no son los empresarios, sino los consumidores, quienes tratan de escamotearle al autor los derechos sobre su obra en los nuevos y algo sorprendentes tiempos de la era digital. Más aún que eso, la abolición de la propiedad intelectual se presenta como una idea progresista que pondría la cultura al alcance de todos sin necesidad de pagar reaccionarios peajes económicos.

Infelizmente, la experiencia sugiere que nada es gratis. Aunque la cultura sea un negociado del espíritu, los artistas que crean las obras lo son de carne, hueso y estómago. Gente que, en fin, acostumbra a comer. Esa enojosa necesidad fisiológica la atendían en tiempos anteriores a la Revolución Industrial los mecenas del Renacimiento o, en la España del Siglo de Oro, patrocinadores como el Conde de Lemos al que Cervantes no dudaba en dirigirse como «criado de Vuestra Excelencia».

El tiempo y el progreso traerían consigo la sustitución de aquellos anacrónicos mecenazgos por leyes que permitieron a los autores obtener una remuneración por su obra sin más limitaciones que las propias del mercado, la oferta y la demanda. También esa fórmula corre peligro de quedar obsoleta. Ahora es la emergente Sociedad de Consumidores la que, con capitanes de tan singular perfil como el empresario de Megaupload, exige que el derecho a no pagar del cliente prime sobre los derechos del autor a cobrar por su trabajo. La idea no deja de ser revolucionaria, ciertamente. Falta saber, eso sí, quién va a crear las obras de las que tan confortablemente viven todos los Schmitz de este mundo.