Bajo las gafas de opositor y la barba adusta, Mariano Rajoy embosca en su interior un coñón que el otro día salió a flote durante su presentación en sociedad junto a la canciller en jefe Angela Merkel. Ocurre que uno de los nuevos y ya prometedores ministros de Rajoy había criticado a la jefa del Gobierno alemán solo un par de días antes del encuentro entre los dos mandatarios. Desenvuelto y locuaz, el encargado de Asuntos Exteriores, José Manuel García Margallo, dijo que Merkel reacciona siempre a los problemas con un cuarto de hora de retraso. Un periodista alemán —y alevoso, como casi todo el gremio— vio la oportunidad de poner en apuros al recién estrenado presidente y, lógicamente, le preguntó qué opinaba de lo dicho por su deslenguado ministro. «Ése es un tema que ya pertenece a la Historia», contestó para sorpresa y jolgorio de los asistentes un Rajoy que, pese a ser novicio en la arena política internacional, cuenta a su favor con muchos años de tablas y —sobre todo— el infalible auxilio de la ironía. Merkel, germánica y lineal, tardó algo en comprender que un hecho pueda convertirse en histórico apenas cuarenta y ocho horas después de sucedido. «El tema. El tema es lo que ha pasado a la Historia», tuvo que remachar aún Rajoy para que la seria gobernante alemana pillase por fin la sorna y se sumara al coro general de risas.

De los gallegos suele ponderarse —o denigrarse— su habilidad para decir simultáneamente una cosa, pensar otra y elucubrar sobre una tercera, pero esa apreciación pertenece a la esfera del mito. Lo de Rajoy es más bien en un dominio natural de la ironía que, como se sabe, consiste en dar a entender justamente lo contrario de lo que se dice. Se trata de un arte sutil y de muy difícil manejo que, a mayores, exige una cierta complicidad del interlocutor al que se dirige la sorna, bajo pena de caer en enojosos equívocos. Por fortuna, el nuevo presidente español es un discípulo de la escuela política fundada por su paisano Pío Cabanillas, el viejo: aquel multiministro de casi todo que en vísperas de ciertas elecciones hizo este famoso pronóstico: «Vamos a ganar, eso seguro; lo que no sé todavía es quiénes».

Feliz continuador del estilo de su maestro, Rajoy ha dejado también algunas frases notables para el anecdotario que desmienten su contenido aspecto de registrador de la propiedad. De su destreza en el regate ya había dado muestras —mucho antes que en Berlín— cuando un periodista se interesó por sus posibilidades de suceder a Aznar en el liderazgo del PP. «Sobre eso —respondió— estoy pensando lo que usted cree que estoy pensando». Y de su pericia con el sarcasmo —a veces cruel— dio excedida noticia en el Congreso al replicar a una diputada del bando de enfrente que le había espetado: «Usted cree que los españoles somos imbéciles». La respuesta fue inclemente: «No pienso que los españoles sean lo que usted ha dicho que yo pienso. Fíjese: en mi ingenuidad, ni siquiera lo pienso de usted».

Todas estas mañas de burlón ocultas bajo un engañoso manto de sosería las conocían hasta ahora los españoles: y aun no todos. Ocurre que las nuevas responsabilidades adquiridas por Rajoy van a darle en lo sucesivo la oportunidad de extender su peculiar ironía a la escena internacional, lo que acaso constituya un reto no exento de peligros. Con los británicos, que son medio gallegos y maestros en el arte del sobrentendido, no ha de tener mayores problemas; pero quizá le cueste más hacerse entender por un alemán o un sueco cuando se ponga en plan Hamlet y diga aquello de «la reforma laboral puede abaratar el despido… o puede que no», frase con la que hace poco confundió a sus propios compatriotas. A la circunspecta Europa no le va a quedar más remedio que hacer un cursillo acelerado de retranca si no quiere perderse en el bosque de sornas de Rajoy. Merkel y sus desconcertados intérpretes ya van conociendo el paño.