El otro día vi de nuevo —para eso están los clásicos— Luz que agoniza, de George Cukor, y más allá de los modelazos de la bella Ingrid Bergman, pensé que la historia cuadra con muchas desazones del tiempo presente. Nos hacen luz de gas, tenemos miedo, nos aterra ser tomados por locos si aspiramos a algo que no sea ese radical empequeñecerse y apocarse frente a lo que se presenta como inevitable o fatal, es decir, esa liquidación general de esperanzas con excusas de contabilidad trilera. A la bella de la película la salva el caballero Joseph Cotten que siempre fue el espíritu de la rectitud y que esta vez, a diferencia de El tercer hombre, quizás se quede con la chica. La mala noticia es que tales caballeros no abundan; la buena, que la doncella puede sacar el dragón que anida en su pecho para devorar, ella sola, a las sanguijuelas con cresta que la aterran.

Dicen mis amigos que estaría bien una victoria de cierta izquierda así en Francia como en Alemania que debilitara la Santa Alianza reaccionaria y de paso frenara un poco la odiosa contrarreforma en marcha en nuestro país que pretende restablecer la servidumbre, anular la ciudadanía, condenarnos a la tutela clerical y librar al llamado poder judicial de cualquier control democrático de modo que se convierta en un estamento taraceado con puñetas y antiguas flores de privilegio. Sería un alivio, sí, pero desaparecería pronto, porque los estados nacionales han subsistido con sus ritos de ordenanza y sus enseñas de cuando el abuelito en Cuba, mientras el dinero corre loco como un adolescente en celo saltando por encima de océanos de espacio y tiempo, justo como el Drácula de Coppola.

¿Un ejemplo? Pues el nuevo presidente alemán Joaquim Gauck, presentado poco menos que como un mártir de la Stasi, cuando en realidad tuvo padres nazis y no se opuso al régimen comunista hasta unos meses antes de la caída del Muro. Y es tan neoliberal como la Thatcher: no puedo imaginarme a nadie menos alemán y menos europeo. Nuestra unidad mínima de actuación sólo puede ser Europa.